Documental sobre el recientemente fallecido artista plástico Gorriarena, quien junto a Felipe Noé constituye uno de los más importantes y relevantes ejemplos de arte argentino de las ultimas decadas. Guarini parte desde los preparativos con ocasión de llevar a cabo una muestra en conmemoración que ha sido llevada a cabo en Buenos Aires durante el año 2009, de alli, su esposa, es mostrada naturalmente en su taller, donde recolecta y ordena las obras del artista para generar un inventariado. Muchos, quienes serían considerados, artistas, criticos, alumnos dan su parecer sobre las técnicas y obra del artista. Una conversación de Gorri con otros colegas en un restaurant, es revitalizada en el documental donde éste, habla de su conexión con la vida politica argentina, su nocion personal sobre el arte, sus consejos a artistas. El film carece de un sentimiento de perdida, solamente reflejado en la mirada de su hijo, que, brinda ayuda en el taller y su ordenamiento. En el resto de las personas que pasan por el documental sobresalen la admiración por la obra y respeto por un hombre de humor particular.
Retrato de una ausencia ¿Cómo hacer (o seguir, o repensar, o terminar) un documental sobre alguien que se muere en la mitad del proyecto? Eso es lo que le ocurrió a Carmen Guarini con el inmenso pintor Carlos Gorriarena, fallecido en enero de 2007, a los 81 años. La "solución" que encontró la directora de Tinta roja y Meykinof fue retratar esa súbita ausencia y reflexionar sobre cómo se reacomoda todo (la familia, la obra, la valoración crítica) cuando ese artista genial y magnético ya no está. Por supuesto, Gorri -un peronista algo anarco, bohemio y antiestablishment, irónico y provocador- está presente en apariciones públicas, en la cotidianeidad de su entorno íntimo, en una cena con amigos en el restaurante El General, en un intercambio con "locos", en su taller, pero esta vez el documental biográfico deja lugar a la influencia (la ausencia) que queda en su viuda, en sus hijos, y en el mundo del arte en general. Aunque no siempre fluye de la misma manera, el relato, el acercamiento póstumo a la figura de Gorri y la apuesta general de Guarini resultan tan audaces como finalmente bastante logrados. Un documental valioso.
El documental sobre el pintor Carlos Gorriarena dirigido por Carmen Guarini es otro fiel exponente de la concepción del cine que desplegó la productora Cine Ojo desde sus comienzos: el montaje es seco y nunca efectista, la exploración del mundo se realiza no sólo en los puntos fuertes de la historia sino también en los márgenes (quizás bajo la creencia de que un detalle mínimo como un adorno, una frase al pasar o un objeto personal pueden ayudar a construir a un personaje tanto como un testimonio suyo) y se advierte una postura política firme, que no por decidida cierra el espacio a otras voces o interpretaciones. En Gorri el campo de batalla es el arte (ya abordado por la productora en películas como Pulqui o Espejo para cuando me pruebe el smoking) y más que la reivindicación póstuma de la obra de Gorriarena, los intereses de la directora parecen ser otros. Uno, de fuerte matriz documental, es el registro de la organización y disposición del material para la exposición sobre el pintor (fallecido en el 2007). El otro eje que empuja al film es el rescate de Gorriarena como una figura alejada de la etiqueta de la pintura social y política (rescate que se realiza sobre todo a través del increíblemente articulado testimonio de sus discípulos). En este punto la película concentra sus mayores esfuerzos: primero, porque admitir que existe esa categoría sería negarle la posibilidad de ser social y política al resto de la pintura; segundo, porque el propio Gorriarena siempre trató de apartarse de las corrientes artísticas compactas y estancas, generando una obra que (como él mismo dice en varias de las filmaciones suyas que ofrece la película) se define como opaca y gris en sus intenciones. Ese manifiesto sobre la pintura y el arte gana en densidad en las escenas con el propio Gorriarena, cuando el pintor se revela como un personaje carismático y querible por donde se lo mire (y escuche).
Recuperar a Gorriarena En 2007, cuando Carmen Guarini ya planeaba hacer este documental, murió Carlos Gorriarena: pasó a ser su obra y el recuerdo de aquellos que lo quisieron y admiraron. Con estos elementos, sin condescender a la melancolía ni a la mera exaltación artística, la realizadora elaboró un filme que funciona -deliberadamente- como un rescate, no como una biografía. El título Gorri habla de cercanía, de falta de solemnidad, de cariño especial por aquel hombre y artista plástico inasible. Un eje: la organización de una muestra de sus trabajos en el siglo XXI. Tres líneas narrativas: su viuda, Sylvia Vesco, evocándolo mientras repasa sus obras sin dejarse abordar por la tristeza. Un grupo de fanáticos, analizando su estilo y su forma de pintar, algunos de ellos con humor y excentricidad involuntarios. Por último, casi a modo de flashbacks , apariciones del propio artista: por momentos, brillante; por otros, contradictorio. En reuniones de arte, o en cenas íntimas en el restaurante El General, con grandes amigos, entre botellas de vino tinto y humo de tabaco: una de las formas del paraíso. En algunos tramos vemos la sombra de Gorriarena avanzar en cámara lenta y lo escuchamos decir: “No se puede pintar en momentos de extrema felicidad ni tristeza”. O también: “A la obra no se la termina, se la abandona. Es la única forma de seguir queriendo a una amante: abandonándola”. Pero sus frases, por ejemplo en los rondines de amigos, podían ser más prosaicas: “Las mejores cogidas de mi vida jamás fueron con las mujeres que yo pensaba que en la cama iban a ser maravillosas”. Con este gran material de archivo, Guarini no apela a cabezas parlantes ni voces en off, salvo la del artista, que se despega del encasillamiento de pintor social. Sus cuadros jamás aparecen completos, porque la directora entendió que la cámara no podía transmitir tanta riqueza visual. Tampoco hay académicos explicando la obra. Sería en vano, ya que, entre gente humilde que le hace preguntas, Gorriarena aclara: “No tengo la menor idea de qué quiero decir con mis pinturas. Lo que se dice pintando no se puede decir de otro modo”. Y sin embargo, su vasta obra y esta película, que no son traducibles a palabras, actúan sobre la realidad: provocan, por ejemplo, el milagro de recuperar a Gorri en el imposible presente.
Acerca de presencias y ausencias La documentalista Carmen Guarini se aproxima a la figura de Carlos Gorriarena Se habla de un artista, pero no se dice más que la versión apocopada de su apellido. No se deja constancia de fechas ni de datos muy precisos. Tampoco aparecen sobreimpresos los nombres de quienes desfilan delante de cámara, sólo unas pocas referencias a su relación con el personaje en cuestión. Es más: quienes suponen que en Gorri van a ver un desfile de las obras de Carlos Gorriarena a lo largo de su vasta obra, que créase o no ha merecido hasta ahora un mejor reconocimiento quizá por su marcado desinterés por la popularidad vacía de contenido, saldrán defraudados. Gorri es una propuesta que, como toda la obra de Carmen Guarini, habla de ausencias y de presencias. Es difícil entender a un pintor a través de la mirada documental, cuando en realidad no es la intención dejar testimonio de una obra que merece ser vista en una sala de exposiciones, sino del artista que se esconde y a la vez se muestra a través de ésta. La figura de Gorriarena, sin duda uno de los grandes artistas argentinos de la segunda mitad del siglo XX, aparece recuperada en este trabajo a partir de su ausencia (Guarini emprendió el camino de este documental a partir de la organización de una importante retrospectiva de sus últimas obras en el Centro Cultural Recoleta), pero también de su presencia indeleble en los recuerdos de sus familiares (su viuda, sus hijos), de sus discípulos que analizan su obra con poco frecuente profundidad, amigos y colegas. No es para nada sencillo lograr que esto ocurra e impacte en el espectador, que puede o no conocer previamente al personaje. Guarini lo consigue con registros propios y unos cuantos ajenos con la palabra de Gorri, pero más que con cabezas parlantes (la del homenajeado o las de los otros), con ideas que se suceden sin solución de continuidad. Así se lo ve al pintor cuestionando el carácter social que se le ha querido dar a su obra en más de una oportunidad, y cuestionando incluso el destino social que se le quiere dar muchas veces al arte, dando a entender que el sentido de una obra está dado, finalmente, por quien lo contempla. Hay un par de secuencias memorables en el restaurante El General (una con Gorriarena otra sin él pero en la misma mesa), en las que todo su ideario aparece por sus propios dichos, o releído y actualizado por sus discípulos o seguidores. A la cámara de Guarini, la selección de registros de otros cineastas (hay uno muy interesante de Jorge Coscia, rodado en 1968 en el taller de San Telmo) y la excelente edición de Martín Céspedes, es justo un lugar para la oportuna elección, como cierre, de la Milonga pour aimer, un tema pura emoción del Tata Cedrón.
El artista y el retrato inconcluso Lejos de buscar una cristalización, llevar a cabo un detallado biopic o “explicar” las obras de Carlos Gorriarena, la película es una suma de situaciones que aporta datos pero también enigmas sobre la vida y la obra del notable artista plástico. “Y justo a éste se le ocurre morirse...”, se quejan los artistas plásticos Daniel Santoro y Adolfo Nigro, el escritor Luis Gusmán y el crítico de arte Raúl Santana, sentados a la mesa del restorán El General, donde solían juntarse por las noches con Carlos Gorriarena, a charlar, comer y tomar. El quinto jinete los dejó en 2007, a los 81 años, y ellos ahora protestan entre risas por su ausencia. “Doy todos estos rodeos para no decir de una vez que Gorri ya no está”, confiesa a su turno Sylvia Vesco, viuda del pintor. Pero no se le cae ni una lágrima. Tal vez porque para el propio Gorriarena la lucha contra lo que él llamaba “el pietismo” era toda una bandera, en lugar de ceder al ejercicio fúnebre, en Gorri Carmen Guarini prefiere construir la figura del artista, del mismo modo en que el artista pintaba sus lienzos de grandes dimensiones: buscando su tema sin saber del todo cuál es, dónde está, en qué momento se termina. Al fin y al cabo era Gorri el que creía, siguiendo a Da Vinci, que “la obra no se concluye, se la abandona”. Fallecido en 2007, si Gorri dejó una obra monumental no es sólo por su predilección por grandes tamaños, sino por la incontable cantidad y asombrosa variedad. De todo ello se ocupa Gorri, sin pretender “exponer” cuadros (salvo en una única ocasión, en que lo hace a pedido): a quien aspire a “conocer” la obra de Carlos Gorriarena le convendrá esperar una próxima muestra. El que quiera conocer un poco más a Gorriarena, en cambio, su ética y estética, hallará en Gorri un retrato como los que hacía el autor. Móvil, cambiante, “imperfecto”, con pinceladas bien evidentes. Fundamentalista de lo que da en llamarse “cine directo”, Guarini aborda su objeto como lo hizo antes con Jaime de Nevares (Jaime de Nevares, último viaje), las noticias policiales del diario Crónica (Tinta roja), la asociación H.I.J.O.S. (H.I.J.O.S., el alma en dos) o el rodaje de una película de Edgardo Cozarinsky (Meykinof). Como en aquéllas, Guarini filma estrictamente lo que sucede en cada aquí y ahora. El resultado o película es, así, una suma de situaciones. De “aquís y ahoras”, si se prefiere. Sobre cada situación no se impone nada que no pertenezca a ella. Sin datos de contexto, explicaciones o “zócalos” identificatorios, Gorri está tan lejos de la exposición como del biopic. No se trata de “mostrar” o “enseñar” nada, sino de registrar lo real de modo tan fragmentario como suele presentarse. Gorri se organiza en base a varios ejes o bloques situacionales. Uno gira alrededor de una próxima exposición póstuma, curada por Santana en el Centro Cultural Recoleta. En ese bloque, Vesco, su hijo Gerónimo y alguna asistente catalogan material en el taller del artista y lo retiran de un gigantesco depósito de cuadros. “Agarrá ese coso”, dice Vesco, queriendo referirse a un caballete. “Ponelos de frente, que si no parece como si le estuvieras dando la espalda a Carlos”, la reconviene una amiga. Una de las características más identificables del estilo Guarini es el predominio del instante por sobre lo general, lo fugaz antes que lo cristalizado, lo peculiar en vez de “lo representativo”. Notorio en el bloque al que por oposición a cierta romantizada “Mesa de los sueños” podría llamarse “La mesa de las realidades” (la de las cenas en El General, con su “parrilla al parquet”), ese enfoque contamina fragmentos en los que aparece el propio Gorriarena (cedidos por Jorge Coscia, que filmó un corto sobre él). “Se ve que no conozco tanto sobre vinos”, autoironiza Gorriarena, después de perder una apuesta sobre un Malbec presuntamente picado. Sin que se note demasiado por ese estilo semicasual, Gorri va hilando, sin embargo, toda una reflexión o cuestionamiento de lo que podría llamarse “arte comprometido”, tanto en la voz del protagonista como de varios de sus discípulos (sobre todo Germán Gárgano, ex preso político, liberado en diciembre del 82). “Soy un pintor de carácter social que no cree que la pintura pueda resolver problemas sociales”, define Gorri, antes de contar una demoledora anécdota sobre la recepción del arte de denuncia, que el ecuatoriano Oswaldo Guayasamín experimentó en carne propia. Gorri como enigma: ¿Cuál era su exacta relación con la política, el peronismo en particular? ¿Fue por una suerte de warholismo criollo que pintó a Amalita, a Menem, a Stallone? ¿Cuál es el verdadero volumen de su obra, cuáles sus posibles etapas, formatos, estilos? Todos esos enigmas parecen materializarse en la inapresable expresión de su hijo Gerónimo, veinteañero al que la cámara de Guarini parece ver como signo de pregunta viviente. Preguntas son las que dispara Gorri, por su indeclinable voluntad de abrir temas, en lugar de cerrarlos. Tal vez por aquello de que no hay obra que no sea inconclusa.
Ese breve instante en el que ya no estás Con una estructura narrativa que se construye a partir de la ausencia del protagonista, Gorri (2009) funciona como el making off del montaje de una exposición del artista plástico Carlos Gorriarena. La hipótesis que la autora propone es ver que sucede con la obra cuando su creador ya no está y lo que queda es sólo un legado. Carlos Gorriarena fue un artista plástico argentino cuya obra se caracterizaba por tener cierto tinte social. Carmen Guarini decide seguir la misma durante el montaje de una exposición, pero con la intención de no filmarla cuando ya esté en escena sino mostrando todo el proceso anterior. Mediante la utilización de un montaje fragmentado, el espectador será quien se encargué de unir las piezas como si fuera un rompecabezas. La película no se construye desde la linealidad sino que inversamente se deconstruye a partir de diferentes escenas y situaciones que recién al final encontraran un explicación lógica. Gorri no es un estudio sobre la obra ni el artista, es mucho más que eso, es un tratado sobre la ausencia. No funciona como un homenaje ni nada que se le parezca y en eso radica la importancia del film. Guarini realiza un análisis exhaustivo y casi antropológico acerca de lo que queda tras la muerte de alguien que deja una obra material para el disfrute de la humanidad. Inteligentemente, la cineasta, se aleja de ciertos vicios anacrónicos que suelen caracterizar al documental y que pueden jugarle en contra. Es así como evita la entrevista o el relato off-over y solo se dedica a filmar y a construir situaciones a partir de lo que dejó, ya sea material como su obra o espiritual como sus afectos. El documental es un género que permite romper límites llegando más allá de lo que muchas veces uno se propone. Claramente este es el caso de Gorri, que desgrana una historia para construir otra. Historia que cada uno como individuo armará a su manera, pero entendiendo de manera clara y concisa la hipótesis que la autora propone desde al inicio: concebir que la ausencia del cuerpo es la presencia del alma. O viceversa.
La labor de Sylvia Vesco y su hijo Gerónimo, las propias imágenes de Carlos Gorriarena (1925 -2007), el testimonio de amigos, colegas y discípulos fortalece la idea de relevamiento que implica todo cine. Ahora bien, el soporte digital puede ser un escollo, deformando en muchos casos la verdad plástica de los originales que plasma. Cuadros pixelados, colores y contrastes trastocados y temas con la luz no hacen de Gorri un film que le haga mérito al artista. En cuanto a pieza documental, la búsqueda de Guarini no queda muy clara. Hay un aparente hilo conductor que es el traslado de la obra del artista desde las 6 am hasta las 13 pm, al lugar de su última hasta ahora exhibición en el Centro Cultural Recoleta. Lo demás no se comprende mucho. Algunas secuencias son sobre el maestro, en blanco y negro y en cámara lenta. Percibimos que el documental intenta plantear un problema en relación a su ausencia y qué pasa en el taller de un creador cuando este se marcha, pero no alcanzamos a comprender cómo opera el documental sobre su ausencia o su vacancia. Más allá de esto Gorri tiene su mayor valor en el archivo al que contribuye. Implica entre otras cosas la oportunidad de asomarnos a su taller y que muchas de sus obras queden registradas. Destaquemos que se trata de un creador muy particular en cuanto a la autopreservación de su propia obra, que viene experimentando una gran puesta en valor de todo su corpus por parte del mercado nacional e internacional de coleccionistas y de toda la crítica.