Cubierta de males, anclada en París
En una Ciudad Luz menos luminosa que nunca, el director de Gallero encuentra a una chica argentina sola y con problemas.
“Está todo bien por acá”, le miente María a la mamá, desde un teléfono público ubicado en algún rincón poco glamoroso de París. “Sí, el trabajo bien”, le miente más. Como parte de su errancia tristona, meses atrás María fue a parar a la Ciudad Luz –aquí menos luminosa que nunca– y el Ministerio de Trabajo tiene frenados sus papeles. ¿De qué viene huyendo María, que la llevó a viajar a París sin dinero, oficio ni trabajo? De una pérdida grande, daría la impresión por su expresión, por sus solitarios paseos hasta el Sena, por sus noches mirando el techo. Y así es, pero no conviene develar cuál es esa pérdida, porque la película no lo hace hasta pasada su primera mitad. En cualquier caso, la de María es la situación del inmigrante ilegal, del sudaca, pura tristeza en una ciudad que el mito quiere feliz.
Melancolía y soledad había también en los films anteriores de Sergio Mazza (Buenos Aires, 1976), El amarillo (2006) y Gallero (2008), que este ex artista plástico produjo por su entera cuenta y riesgo, con presupuestos tan estrechos como esa cabina desde la cual María tranquiliza a la mamá. Estrenadas ambas en el Festival de Mar del Plata (como Graba, que lo hizo un par de ediciones atrás), El amarillo y Gallero se vieron más tarde, conjuntamente, en el Malba. La primera era contemplativa y enigmática, recorrida por una imprecisa pero densa corriente subterránea, ubicada mayormente en una suerte de pulpería litoraleña. La dominaba una figura imponente: Gabriela Moyano, actriz, cantante, compositora y letrista que Mazza tuvo el enorme tino de descubrir, y que luego volvió a desaparecer, en la misma oscuridad de donde vino.
Suerte de paráfrasis de El romance del Aniceto y la Francisca, las de Gallero eran imágenes menos “sucias”, ligeramente más esteticistas que la primera, con tiempos más estirados también. Filmando siempre en digital, en Graba (título absolutamente insondable) reaparecen esos personajes solitarios de las películas anteriores y el peso que el entorno tiene sobre ellos. Del Litoral oscuro, húmedo tal vez como el sexo de la Amanda de El amarillo, a la sequedad catamarqueña de Gallero y, ahora, la París nocturna y ajena de Graba. Un París de invierno, que obliga a la protagonista a arroparse con gorro y bufanda de lana. Y a buscar refugio en casa de un fotógrafo llamado Jérome, que por 500 euros está dispuesto a alquilarle la que fue la piecita de su hijo: el hombre acaba de separarse, y en el cuarto subsisten algunos chiches. María trabaja como operaria en una fábrica, necesita techo y acepta el trato, aunque su situación legal está en una cuerda floja.
Si en El amarillo el sexo era una presencia presente por ausencia (si se permite el desfile de cacofonías) y en Gallero parecía responder a una suerte de pacto tácito entre un trabajador golondrina y una mujer mayor, aquí asume la forma de un puro desahogo mecánico entre locador y locataria. Aunque tal vez de parte de ella se trate de otra cosa. Con experiencia previa en teatro y dirección de actores, la protagonista femenina vuelve a ser un punto fuerte aquí. Con una trompa más pronunciada que nunca, en estado de permanente abatimiento y unos mechones rubio-descoloridos, Belén Blanco transmite más soledad que un solo de Chet Baker. Que también anduvo por París, y no terminó bien. A no asustarse, porque Mazza deja a María en una situación de transición, sin haber resuelto mucho pero con algunas chances de hacerlo, aunque parecería que hay un tema que le cuesta más.
Siempre ultraelíptico y minimalista, Mazza –que la semana próxima estrena un documental, llamado Natal– no da datos que permitan entender a sus personajes, más allá de aquello que la cámara registra. Es la famosa ficción de observación, que a veces deja con ganas de un poco más.