Nuevo Tango en París
El tercer film de Sergio Mazza (El Amarillo, Gallero) habla de la imposibilidad de comunicación entre dos seres que comparten las mismas incertidumbres.
María – Belén Blanco – es una argentina que está hace un tiempo en París. Trabaja en una fábrica limpiando prendas y necesita un nuevo techo en el que vivir. Consigue un lugar en la casa de Jérome, un fotógrafo especialista en desnudos femeninos, que está en medio de un divorcio. Rápidamente María se acomoda en la pieza que pertenecía al hijo de Jérome.
Mazza muestra la relación entre estos dos personajes solitarios. María tiene problemas para legalizar sus papeles para conseguir un permiso de trabajo, lo que le perjudica su posición en la fábrica. Jérome no consigue la custodia de su pequeño. El idioma no es un impedimento, ya que ella se arregla con el francés y él con el español. Sin embargo, cada uno hace su vida por su lado. El sexo irrumpe como única vía de comunicación y conexión entre ambos.
Mazza crea un film intimista, pequeño, introspectivo, basado en silencios e imágenes realistas. La cotidianeidad de esta seudo pareja viviendo en una París fría alejada de la pintura turística pero tampoco haciendo hincapié en la marginalidad es lo que nos presenta esta obra sencilla en su concreción formal, pero profunda en su carácter climático. Las interpretaciones de Blanco y Ronan Rauz tienen una introspección y austeridad acordes con el tono frío, ajeno que respira la película. A pesar de que sabemos muy poco de cada uno, y nos vamos enterando en forma paulatina del pasado de cada uno, de lo que los llevó a esa situación, el director no fuerza a los intérpretes a largar sus diálogos. Todo se da en forma natural y coloquial, un momento lleva a otro de manera coherente y comprensible.
A pesar de que es imposible no sentir empatía por el drama interno que vive cada uno de ellos, también es comprensible la distancia que existe entre los dos, a pesar de que viven bajo el mismo techo, no tienen dificultades con el idioma y no tiene peleas. Pero el pasado es más fuerte que su presente.
En varios sentidos, el film de Mazza tiene puntos en común con 77 Doronship, inédita obra de Pablo Agüero que también mostraba la relación de un argentino y una francesa embarazada de su yerno en un pequeño y viejo departamento parisino. Pero mientras que lo de Agüero tomaba situaciones límites al borde del grotesco, Mazza decide que los conflictos no pasen tanto por el presente, sino por las huellas del pasado que siguen persiguiendo a los protagonistas, a pesar de querer escaparse de ellas.
La construcción de los personajes y de la relación, la profundidad de las actuaciones son el fuerte de esta bella película, que apela a la repetición para comunicar un sentido del agotamiento, que consigue una crítica sobre la política y burocracia migratoria, sin bajar bandera ni crear un alegato en sí y nunca cae en la pretenciosidad filosófica. Tiene un lenguaje directo y formal, pero bien construido. La hermosa fotografía de Alfredo Altamirano es otro punto fuerte del film, no quedando de adorno, sino apoyando el clima que rodea a los personajes.
A pesar de que puede volverse previsible en los últimos minutos – tampoco que Mazza pretenda sorprender al espectador – la esencia no se pierde en ningún momento y la sutileza con que se maneja el lenguaje – y el mensaje – en los pasajes finales, nos llevan a una reflexión acerca del carácter humano que traspasa las fronteras de las nacionalidades, y toma un discurso universal.