Emiliano Fernández (A Sala Llena):
En una opereta.
Últimamente la industria cinematográfica a nivel internacional, asociada en ocasiones al capital norteamericano o a los “apellidos convocantes” del sistema hollywoodense, nos ha inundado con un cúmulo de biografías sobre diferentes figuras públicas de la más variada índole y procedencia. El factor distintivo de nuestros tiempos pasa por el hecho de que los productores en buena medida renunciaron a las epopeyas englobadoras de antaño, que abarcaban casi toda la vida del personaje de turno, para hoy por hoy privilegiar etapas específicas consideradas “cruciales” dentro de una existencia y/ o trayectoria que termina reducida a un minúsculo “período de crisis” sin demasiado desarrollo del carácter del representado ni sus motivaciones, lo que desdibuja bastante el esquema histórico general.
Por supuesto que en este derrotero de retratos compulsivos, con vistas a un mercado de semblante voyeurista y ávido de simplificaciones, los que se llevan más protagónicos son las estrellas de la pantalla grande y los líderes políticos. Grace de Mónaco (Grace of Monaco, 2014) no sólo rellena esas dos categorías sino que además puede hacer lo propio con una tercera, hablamos de la centrada en “mujeres emblemáticas del siglo XX” o algo así. Al igual que las también erráticas La Reina (The Queen, 2006), La Dama de Hierro (The Iron Lady, 2011) y Diana (2013), la presente pretende construir un lienzo intimista y suntuoso a la vez de una época ya desaparecida, no obstante cierta solemnidad castradora y la indecisión en cuanto al foco primordial de la trama derivan en una realización fallida.
Así las cosas, la película deambula perdida entre el retrato leve de Grace Kelly luego de su casamiento con el príncipe Raniero III de Mónaco, las parábolas propias de los “cuentos de hadas” sobre la incompatibilidad del oficio de actriz con las obligaciones de la corte monegasca, y la crónica del conflicto con Francia de 1962 en lo que respecta a la negativa a la propuesta del gobierno de Charles de Gaulle acerca de la gravación impositiva para los galos que hagan “negocios” en el principado. Si bien se aclara paradójicamente que el relato sólo “está inspirado” en eventos reales, llaman la atención los trazos de sexismo en un “film femenino” que en un principio subvalora el papel de Kelly en la relación con su esposo y luego sobrestima su rol en lo referido a la resolución de la disputa gubernamental.
La responsabilidad de tantas irregularidades narrativas y formales es compartida entre el guionista Arash Amel, cuyos diálogos funcionan como una colección de estereotipos y chicanas palaciegas harto trabajadas, y el mediocre director Olivier Dahan, el cual no sabe administrar las muchas subtramas, adopta una pose preciosista ridícula y abusa de las tomas secuencia y los primeros planos para las escenas lacrimógenas. Ahora bien, lo único que verdaderamente evita el derrumbe definitivo del convite es el desempeño de Nicole Kidman como Kelly: la norteamericana expone a flor de piel y con una enorme dignidad cada pequeña tribulación de una mujer que se siente fuera de lugar, a veces se sumerge en una apatía autoindulgente y para colmo debe abandonar su pasión de toda la vida, la actuación.
De hecho, el punto de partida del devenir general es la renuncia a Hollywood en 1956 y la visita a Mónaco -años después- de Alfred Hitchcock con el guión de Marnie (1964), en lo que hubiese sido su regreso a Estados Unidos. Otro elemento a favor, aunque por cierto no tan determinante, es la presencia de Tim Roth como Raniero, aquí en “modalidad taciturna” símil Lie to Me. Dahan vuelve a dar rienda suelta a una intérprete para que “haga lo que pueda” con una historia por demás deficitaria: ya en la melodramática e intempestiva La Vie en Rose (2007), el francés viabilizó un prodigioso soliloquio por parte de Marion Cotillard bajo un tenor casi opuesto al empleado en esta oportunidad por Kidman. La obra en cuestión parece legitimar esa sumisión procedimental detrás de la opereta monárquica…
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