Hacer una comedia coral y romántica (algo así) sobre la adicción al sexo es un punto de partida interesante. Tener actores que saben comportarse como seres humanos reales -especialmente Mark Ruffalo, que ha encontrado tal madurez expresiva sin alardes que uno le cree ser este tipo o el increíble Hulk-, suma. Y que se busque constantemente un tono medio, genera la sonrisa automática de estar viendo algo agradable. Ahora bien, el problema del film, aquello por lo cual no alcanza a ser una gran película, es que busca, todo el tiempo, convertirse en un manuial de autoayuda y a eliminar, esterilizar o borrar el sexo. Es cierto que tal es, en parte, el problema de sus protagonistas (un grupo de autoayuda, justamente, de adictos al sexo, justamente) y que la forma de la película reproduce lo que sucede en sus cabezas y cuerpos. Pero hay también una indecisión -llamémosla “políticamente correcta”- a la hora de no ir a fondo con las situaciones más ridículas ni con las más escabrosas. Y es allí, paradójicamente, donde la película denota su manipulación y donde pierde esa humanidad que los actores saben inyectarle.