Gravedad

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Como su protagonista (una médica que se encuentra en el espacio para instalar un sistema de captura de imágenes creado por ella), la película de Cuarón también se ofrece como una máquina de ver: desde el extenso plano inicial, en el que flotamos al igual que los astronautas Ryan, Matt y Shariff, el director apuesta a generar un mundo (“universo” sería más preciso) que atrape el ojo del espectador, que lo subyugue con la visión inédita de la Tierra y sus interminables capas de colores, luces y brillos. Mientras es capaz de integrar la trama con esa pulsión escópica, la película fluye y resulta una experiencia bella y angustiante a la vez (la sensación de flotar en medio de la nada se acentúa gracias al uso del 3D). Los diálogos son dinámicos, la información acerca de los personajes y su misión es dada de manera económica y el suspenso se construye tanto al nivel de la historia como en el de la imagen; ver ese plano desesperante en el que Ryan, a la deriva y separada de su grupo, se desdibuja en la oscuridad y casi termina de fundirse con el negro del espacio (el terror también puede ser eso: hundirse lentamente en el vacío más profundo). Pero poco después de pasado el peligro de los desechos de un satélite ruso, Cuarón no se conforma con esa película sólida y prometedora del comienzo y cambia el rumbo marcado hasta ese momento: el relato copa la parada y se adueña de la totalidad del film; las imágenes ya no valen por sí mismas, ahora son utilizadas en forma burda para la elaboración de metáforas aburridas como la de Ryan en posición fetal y con el cable de fondo ocupando el lugar de un cordón umbilical (la figura se forma despacio y dura varios segundos, no sea cosa que alguien no llegue a notar la comparación con un útero). La cámara, que al comienzo nos sumergía en la historia haciéndonos flotar igual que los personajes, ahora quiere estar en todas partes; quiere ofrecer una vista única de la Tierra y de los personajes enmcarcados contra ella pero también insiste en colocarnos en el lugar de Ryan en uno de los tantos planos subjetivos que realiza. Ese deseo de ubicuidad lleva a Cuarón incluso a revelar la cámara misma en varias ocasiones, atentando contra la inmersión lograda antes (las gotas que flotan chocan con la cámara; el gas de los propulsores empaña el lente). Cuando Matt desaparece del relato con él también se esfuman la gracia y la elegancia de Clooney y la película se ve en el predicamento de contar solo la historia de la mucho menos carismática Ryan y de tener que señalar todo lo que hace el personaje mediante frases dichas por ella, que pareciera hablarse a sí misma pero en realidad nos explica a nosotros cuáles son sus intenciones, cómo se siente en ese instante o, mucho peor todavía, qué está buscando (el acto de la protagonista de entrar en la estación china y decir en voz alta “radio, radio, radio…” funciona menos como un monólogo que como una señal para el público, al que Cuarón cree incapaz de darse cuenta de nada por sí solo). De ahí en más, la película se dedica pura y exclusivamente a la construcción de una idea insistente y subrayada (el dolor de Ryan por la pérdida de su hija que la aleja de la voluntad de vivir y la acerca a la muerte) y a la confección de un itinerario de suspenso de a ratos intolerable que resulta ser lo mejor de la película a esa altura, su parte más vital, física y menos discursiva.

Curiosamente, antes del cierre (remarcado, metaforico, previsible), Cuarón toma un par de decisiones que atacan como nunca antes la identificación con el personaje: ya en la Tierra y tratando de emerger del agua, junto a Ryan pasa una ranita notoriamente digital que nada a sus anchas, libremente y sin esfuerzo alguno mientras la protagonista lucha por quitarse el traje de astronauta que la arrastra hacia el fondo. Esa rana aparece de golpe y por unos breves segundos la cámara la sigue a ella y se olvida de Ryan, casi como si el reptil funcionara como una burla lanzada contra la protagonista: después de atravesar y superar una interminable serie de obstáculos imposibles en el espacio, la película pareciera reirse en la cara de Ryan cuando introduce en el plano, de manera totalmente artificial, esa ranita insultante. Ryan finalmente puede deshacerse del traje y, acto seguido, el encuadre revela sorpresivamente unos juncos que la enredan y capturan, prolongando aún más su salida del agua. El problema es que la aparición de esos juncos se percibe tan forzada como la rana, y el efecto, lejos del de generar suspenso, es de distanciamiento: la película, lo quiera o no, se revela en tanto sistema narrativo capaz de construir tensión sometiendo a su personaje una serie de obstáculos. El público de la sala, que no coincidía con la idea poco halagadora que Cuarón y su película se hacían de él, se rió en voz alta y aplaudió en esos dos momentos, como certificando que los alardes y la autoconciencia del director, desde las gotitas que mojan el lente hasta los juncos, tienen consecuencias bien concretas: el espectador es expulsado del relato. Después del accidentado escape acuático de Ryan, la suerte final de la protagonista y la metáfora final (sí, adivinaron, tiene que ver con volver a nacer) importan realmente muy poco.