Un salto de fe en el vacío
“En el espacio nadie puede oírte gritar” era la frase con la que se publicitaba “Alien, el octavo pasajero”, en 1979. Pero curiosamente la primera de la saga de la teniente Ripley pasaba mayormente en los interiores cerrados de la nave Nostromo. Mucho se ha filmado antes y después sobre el espacio, desde “De la Tierra a la Luna” de Georges Méliès con su satélite con cara, a aquellos seriales donde Flash Gordon cruzaba de una nave a la otra a través de una soga.
Se sabe que fuera del planeta no hay gravedad, que sin un traje la posibilidad de supervivencia es nula, y que los conceptos de “arriba” y “abajo” no son válidos. Pero saber la teoría no implica conocer la desesperación de sentirlo. Y volviendo a la frase del principio, en ausencia de atmósfera la mayor catástrofe puede pasar en el más absoluto silencio, a diferencia de tantas sonoras explosiones intergalácticas que nos ha regalado el cine.
Por todo lo antedicho, “Gravedad”, dirigida con mano maestra por Alfonso Cuarón y coescrita con su hijo Jonás, revoluciona todo lo que se ha filmado sobre el espacio anteriormente. Sí, es un filme que recurre necesariamente a los efectos especiales, pero la innovación no está en el recurso técnico sino en la cabeza del director.
Accidente
La historia es más bien simple y poco se puede contar aquí sin deschavar puntos de inflexión en el relato. Cuarón introduce a los personajes directamente, porque ya habrá tiempo de saber más de ellos: la doctora Ryan Stone, que está equipando al telescopio espacial Hubble con un scanner que se usa en medicina, descompuesta en su primer viaje espacial; y el veterano astronauta Matt Kowalski, en su última misión, sabiendo que por 75 minutos no pasará el récord en caminatas espaciales de un mítico cosmonauta ruso.
Llegaron en un transbordador (cosa curiosa: Estados Unidos no tiene ninguno en servicio activo) y bromean con el control de misión en Huston hasta que les avisan de algo que no es gracioso: los rusos, queriendo deshacerse de un viejo satélite, lo han hecho estallar, lo que detona una reacción en cadena que va destruyendo otros y generando una nube de chatarra que se mueve a gran velocidad, arrasando con todo y dejándolos incomunicados. Cuando finalmente reciban el impacto, los contrapuestos compañeros se verán en la necesidad de buscar una forma de volver a la Tierra, pero ¿dónde buscar refugio en la inmensidad y el vacío, cuando el oxígeno escasea y todo da vueltas?
Recursos visuales
Hasta ahí se puede contar. El resto, igual, se puede sintetizar en una palabra: sobrevivir. Pero como la vida humana es mucho más que supervivencia, aparecerá (sin moralinas, y con algún recurso sorpresivo) la cuestión del sentido de la vida, del para qué salvarse, más allá del impulso biológico.
Lo que sí podemos contar es la panoplia de recursos estéticos: el “casi silencio” (hay discreta música incidental) fuera de las voces transmitidas por la radio y la vibración de los cascos: algo particularmente chocante cuando los ojos nos muestran que está pasando algo grande.
Y el uso de los diferentes puntos de vista: no es lo mismo un cuerpo rotando en un eje sobre la cintura visto desde una cámara fija en el planeta, que ese cuerpo fijo en la pantalla y el perfil de la Tierra girando enloquecedoramente alrededor; tampoco es lo mismo el primer plano de un rostro, bastante tranquilizador aunque en la visera se refleje ese ir y venir de la imagen planetaria, que la cámara dentro del casco, con la visión del ocupante empañada por la hiperventilación.
Detrás de la visera
En el medio de tanto despliegue, dos actores de fuste para reforzar el verosímil: George Clooney como el veterano Kowalski, acostumbrado a ese entorno hostil, y Sandra Bullock como la inexperta Stone, con la que el espectador empatiza rápidamente, ya que todo eso le resulta ajeno.
Es todo un mérito la forma en que transmiten la desesperación, la esperanza, las ganas de vivir, cuando se está rodando en un ambiente incompleto (mucho se agregará después digitalmente) y en buena parte del metraje con un casco puesto. Si pudiésemos despegarnos de toda la puesta visual, veríamos dos personajes construyendo una relación y revelándose mutuamente sus sentimientos, como les gusta a los dramaturgos catalanes.
Soledad
“El primer impacto rajó la nave como si fuera un gigantesco abrelatas. Los hombres fueron arrojados al espacio, retorciéndose como una docena de peces fulgurantes. Se diseminaron en un mar oscuro mientras la nave, convertida en un millón de fragmentos, proseguía su ruta semejando un enjambre de meteoritos en busca de un sol perdido. (...)
Voces aterrorizadas, niños perdidos en una noche fría.
(...)
—Stone, soy Hollis. ¿Dónde estás?
—¿Cómo voy a saberlo? Arriba, abajo... Estoy cayendo. ¡Dios mío, estoy cayendo!
Caían. Caían, en la madurez de sus vidas, como guijarros diminutos y plateados. (...) Y ahora en vez de hombres eran sólo voces”.
Así comienza “Calidoscopio”, uno de los cuentos que Ray Bradbury recopiló en “El hombre ilustrado”. ¿Habrá sentido el autor realmente esas sensaciones? Nunca lo sabremos. Pero de seguro el viejo Ray se hubiese sentido fascinado con “Gravedad” y su pacífica soledad.