1. En “Calidoscopio”, un cuento incluido en El hombre ilustrado, Bradbury relata los últimos momentos de un grupo de astronautas expulsados al espacio cuando un meteoro impacta contra su nave: mientras caen hacia la atmósfera, los hombres hablan de nimiedades y se despiden sin pena. El cuento es una pequeña muestra del oxígeno que Bradbury inyectó a la ciencia ficción a mediados de los años cincuenta. Frente a un género hasta entonces dominado por las space-operas, los gadgets futuristas y los alienígenas invasores, Bradbury le otorgó una densidad trágica cercana a la del existencialismo por entonces en boga. “¿Qué ha hecho este hombre de Illinois” –dice Borges en su prólogo a Crónicas marcianas– para que estás “fantasías” sobre el espacio exterior lo llenen de “terror y soledad (…) de una manera tan íntima”? La respuesta es, simplemente, haberle devuelto al infinito la medida de lo humano (lo mismo hizo Matheson en El hombre menguante, que tuvo una bella versión cinematográfica por aquellos mismos años: Bradbury, en cambio, nunca tuvo suerte con el cine).
2. A fines de la década siguiente, el cine de ciencia-ficción viviría una revolución parecida, pero de sentido inverso: en 2001 (basada en un cuento del sobrevalorado Clarke), Kubrick hace de lo humano una medida de lo infinito. Desde entonces (desde que el rostro de un bebé se confunde con las galaxias), la New Age hizo estragos en la ciencia ficción (ver por ejemplo Starman, la peor película de Carpenter): el espacio volvía a ser un espectáculo (“un pequeño paso para el hombre, un gran paso para la humanidad”). Y ni siquiera el giro oscuro de los ochenta con Alien como film insignia o el estallido del Challenger y el fin de la absurda carrera espacial pudo revertir del todo esa tendencia: el cambio impuesto al final de Blade Runner, con ese esperanzado regreso a la naturaleza, fue un signo de los tiempos por venir. La ciencia-ficción ya no toma al hombre como medida de todas las cosas (como lo hizo el clasicismo), sino como mera persistencia de lo humano (incluso en la máquina, como en Inteligencia artificial, el film de Kubrick que solo podía filmar Spielberg). Y así llegamos, más de una década después del 2001 (que vio caer las torres y las certezas por su propio peso), a Gravedad.
3. “El cielo estrellado sobre mi cabeza y la ley moral en mi corazón”, decía Kant. Pero en el mundo desencantado en que habitamos, esa sensación de unidad se ha perdido: la tierra es un pedrusco girando en un espacio hostil. Gravedad empieza con un cartel que nos lo recuerda: el espacio exterior es inhabitable, es decir, inhumano. Pero ese horror vacui es el precio a pagar por ver la Tierra como pocos la han visto (esa distancia es el eje de la película). Y al final el planeta volverá a ser eso: un preciado puñado de tierra en las manos. En el medio, un viaje que comprime la angustia de Náufrago en una hora y media (cuando Clooney mira su reloj y nos anuncia ese tiempo, ya sabemos lo que nos espera). ¿Es eso todo? Si Gravedad sólo jugara a cruzar el espectáculo inaugurado por Kubrick (y vuelto mainstream por Lucas) con el existencialismo de Bradbury (matizado inevitablemente por el mandato de superación personal y cósmica), simplemente marcaría una nueva etapa de fusión. Pero la película de Cuarón hace algo más: algo que no todos los espectadores sabrán ver, pese a tenerlo ante sus propios ojos. Y es que el film finalmente problematiza ese espacio vacío, o –mejor dicho– nuestro modo de aprehenderlo. O el modo en que el cine se relaciona (¿o se relacionaba?) con eso que solemos llamar realidad. Gravedad, digamos, es una película que postula el bazinismo (que definió la modernidad en el cine), y a la vez señala que ya no es posible.
gravity-sandra-bullock-set-image-24. Para el realismo (ingenuo, y tal vez por eso siempre añorado) de Bazin, la “ontología de la imagen cinematográfica” se definía por su relación con lo real: bastaba preservarla recurriendo, por ejemplo, al plano-secuencia. Curiosamente, fueron cineastas artificiosos (de Welles a Hichcock) quienes lo llevaron a sus últimas consecuencias: un film como La soga es testimonio de esa autoconciencia, en la que el clasicismo buscaba sobrevivir bajo el cine moderno (con la paradoja de que fue un cineasta que sabía como ninguno en Hollywood la importancia del montaje quien jugó a eliminarlo). Más de medio siglo después, Cuarón (otro emigrado, pero del patio trasero) puede hacer lo mismo usando trucas digitales, como ya lo había experimentado en una secuencia de Niños del hombre. No va tan lejos como Hitchcock (no pretende que toda la película sea un plano secuencia), pero a la vez va más allá: Hitchcock tenía que mover una pesada cámara a través de un decorado desmontable (y toda esa oculta dificultad era la evidente voluntad épica del film), mientras que en Gravedad ya no hay decorado, y en cierto modo tampoco cámara: se trata de una visión ubicua, casi deificada (el alcanzado “punto de vista de Dios”), que deshace el realismo cuando más pretende alcanzarlo. Esa es su paradoja: el cine se convierte en una experiencia sin cuerpo, al borde de perderse en ese espacio imposible (“cuyo centro se halla en todas partes y su circunferencia en ninguna”).
5. La “cámara” no sólo es ingrávida: no tiene lente. La lluvia de objetos la atraviesa (nos atraviesa, haciéndonos parpadear), como si fuera (fuéramos) un fantasma. Estamos fuera de los límites del cine clásico y la cámara como cuarta pared. Pero hay algunas pistas de ese malestar. Minúsculas, como dos gotas de agua. La primera representa el film (tal y como lo hacía el último plano de 2001): una lágrima flota hacia nosotros, hasta ocupar todo el plano, como un planeta en miniatura, como un espejo de lo cósmico en lo microscópico. Se trata de un plano (y efecto) ostensible, mientras que las gotas de agua del final lo son menos, aunque su sentido es claro: las gotas golpean la cámara, cuando el personaje de Bullock pone literalmente los pies en la tierra. La cámara también se ha vuelto grávida (humana), y las cosas pueden tocarla. Habría entonces una suerte de dualismo, con el que Cuarón pretende resolver el problema (es decir, conservar el bazinismo perdido (literalmente perdido en el espacio…). Sin embargo, nos pareció ver una tercera gota de agua (tendríamos que ver la película de nuevo, pero preferimos quedarnos con la duda): cuando la protagonista deambula por la nave, rodeada de cosas que flotan a su alrededor, también una gota de agua se acerca a la cámara. Pero esta vez no nos traspasa, como la lluvia de objetos poco antes, sino que impacta contra el lente (como más claramente lo hará la salpicadura final). ¿Se trata de una pista, de un signo que el demiurgo nos deja para que dudemos de su creación? Si la gota impacta en el espacio y rompe por un momento ese dualismo, ¿significa que aún hay esperanzas para lo real en el cine?
Posdata: vi Gravedad rodeado por gente que revolvía gozosamente su pochocho, masacrando el silencio cósmico con más insistencia que la música de la película. Lo que también revela la paradoja (o el asumido fracaso) de un film como este (y acaso de todo el cine). Su exaltación de la experiencia (“se está bien acá”, dice Clooney cuando vuelve, como fantasma del clasicismo) propone la soledad paradójica con la que el cine jugó durante un siglo: cada espectador está solo, y a la vez literalmente sumergido en la comunidad. Pero esa comunidad sólo parece estar destinada a expulsarlo, a sugerirle que se quede en la cápsula de su hogar, hasta que extrañe hasta el ladrido de un perro.