Los críticos coinciden en su caracterización: se trata de “una película contemplativa que responde a algunos parámetros clásicos del Nuevo Cine Argentino”, tal como señala Diego Lerer. Es decir, “una suerte de regreso a ciertas fuentes seminales de ese Nuevo Cine Argentino que asomaba en las primeras ediciones del Bafici”, al decir de Diego Brodersen, quien se apresura a aclarar que “no se trata de una mera imitación y mucho menos de una postura reaccionaria” ya que no cae “nunca en el pintoresquismo, el patetismo o el cinismo de la falsa observación objetiva”. Sin embargo, si bien el NCA se constituyó como tal contra el costumbrismo y el sentimentalismo, de algún modo terminó reconfigurándolos, precisamente a través de cierto distanciado observacionalismo. Todo eso es perceptible en La mujer de los perros (así como en El cielo el centauro, la película de apertura, se pudo apreciar su contracara: el agotamiento de un modelo epigonal abstraído en su formalismo). Digamos, entonces, que el problema no es tanto el “cinismo” en su habitual acepción (en línea con el desencanto posmoderno), sino la curiosa inconsecuencia con su sentido antiguo, al que la película menta desde su título. “La mujer sobrevive a las inclemencias del tiempo a lo largo de las estaciones sin deberle nada a nadie”, tal como describe Lerer. Y señala Brodersen: “Que la falsa soledad de esa mujer (que, tal vez, haya elegido vivir de esa manera y en esa compañía) resulte luego de un tiempo lo más normal del mundo es un gran mérito de la película, a tal punto que en las pocas instancias en que debe entablar contacto con la ‘civilización’, hay una suerte de sentimiento de extrañeza, casi de no pertenencia.” Esa lectura que la película propone es precisamente la opuesta a la que se desprende de la referencia a la escuela “cínica”: los hombres que gustaban llamarse “perros” no se proponían una vuelta a la naturaleza, sino repudiar las convenciones de la sociedad de su tiempo, practicando la anaideia (provocación). Se trata de una confrontación con su propia comunidad, no con la prescindencia individualista de ella. Como recuerda Michel Onfray, “el cínico poseé del perro la virtud de cuidar a su prójimo”. Por eso mismo es problemático pensar que “lo genial del film estriba en la relación simétrica y no lingüística que se establece entre la mujer y sus animales”, como dice Roger Koza en este mismo blog. La mudez del personaje no tiene nada que ver con la verborrágica parresía (franqueza) de los antiguos cínicos, sino más bien con “a cliched feature of global art-cinema”, tal como advierte la crítica de Hollywood Reporter (que sin embargo deja fuera de esa acusación a La mujer de los perros). Y esa mudez se traslada una vez más el personaje a la historia: “los motivos por los que está sola y su pasado permanecen en un radical fuera de campo”. Por el contrario, en Sin techo ni ley (una película que también se convierte en otra referencia no explicitada por los críticos, a treinta años de su estreno), Agnes Varda no idealizaba las relaciones “naturales” de la mujer sin peros, sino que antes bien se concentraba en las reacciones de los otros frente a esa radicalidad. Ese cinismo bien entendido estaba patente desde el comienzo: Sin techo ni ley comenzaba con el cadáver congelado de su protagonista, lejano a cualquier redención por la belleza. La mujer de los perros cierra con un plano paisajístico que bajo su homenaje a Kiarostami rinde más tributo al doble final hollywoodense y su resucitación de los muertos. Ese plano general sostenido como final es (además de “una marca registrada de la directora” ya en Ostende), la huella del observacionalismo que sostiene toda la puesta en escena. Como prescribe el manual del cineasta contemporáneo, el único pecado es juzgar. Pero ciertamente no es lo mismo la distancia impuesta por The Look of Silence (con su insoportable tensión brechtiana en un mundo de valores invertidos), que el de La mujer de los perros (que no nos pide compromiso alguno con su criatura, ni siquiera cuando cae). Se trata, en última instancia, de la distancia inconmensurable entre el documental y la ficción, que el cine contemporáneo juega a saltar. Pero no es ya el juego discreto del cine moderno, que asume la condición documental sin vampirizarla (como Sin techo ni ley, o –para no ir tan lejos ni hace tiempo– Mauro), sino todo lo contrario: se trata de construir objetos híbridos que sean consumidos como ficción sin hacerse cargo de las demandas de lo real. Pero tampoco en ese sentido se trata de que la apuesta de La mujer de los perros sea novedosa: como explicita Diego Lerer, se trata de una “especie de versión homeless y femenina del personaje de La libertad, el ya clásico de Lisandro Alonso”. Es decir, un modelo que ha dejado ya una vasta progenie, lejana de esa pretendida ingenuidad inicial. Antes de dirigir, Laura Citarella fue reconocida como la esforzada productora de Historias extraordinarias, y esa laboriosidad se nota en cada detalle de La mujer de los perros. La construcción minuciosa del verosímil, la paciente espera de las estaciones, la economía en el aprovechar cada circunstancia como parte de la ficción. Se trata de un notorio dispositivo de producción, que demuestra como el cine puede ser aprendido y aplicado a la fabricación de objetos estéticos consustanciados con su Zeitgeist, más allá de sus valores estéticos. En ese sentido, discutir si La mujer de los perros es una “buena” película (o más aun, “la confirmación absoluta del talento de su directora”) tal vez no tenga mucho sentido: lo inexcusable debiera ser discutir los modos en que esos enunciados (y objetos) son comprendidos, en un momento en que hasta la provocación se ha hecho parte del sistema. Es decir, proponer una crítica cínica en el mejor sentido de la palabra. Posdata: Por esas curiosas casualidades que no lo son tanto, buscando en internet críticas de la película encuentro un libro llamado La mujer de los perros. Se trata de una biografía de Ingrid Olderock, que supo ser una temida agente de la DINA. Era entrenadora de perros, y los había transformado en instrumento de tortura dentro de un centro de detención llamado “La Venda Sexy”. Un personaje para Roberto Bolaño o Joshua Oppenheimer, poco apto para la pureza observacional.
La patota venía desde su misma concepción precedida por una voluntad “polémica” que buscaba sin embargo despegarse de la paradójica sombra de su predecesora (a la que invoca desde el título pero está lejos de ser un “clásico” a reivindicar), como si no confiara en su propia respetabilidad o en las virtudes puramente cinematográficas con que afronta ese lance. Pero no se trata tanto de que la película homónima de Daniel Tinayre sea imposible de obviar como turbio antecedente, sino de que La patota de Mitre la sigue con más fidelidad de la que está dispuesta a asumir. Recordemos que Tinayre fue un realizador que, a pesar de su gusto por la fotografía sugestiva y la puesta en escena sofisticada, derivó sin entusiasmo pero sin pausa en una suerte de explotation de qualité. Si con Deshonra (acaso la película más taquillera del cine argentino) inauguraba el género que haría las delicias de los valijeros en los ochenta con subproductos como Atrapadas, con La patota se aproximaría al por entonces incipiente dúo Bo-Sarli al poner en escena la violación de su mujer en la vida real, la inmortal Mirtha Legrand que hoy posa en la promoción de esta remake producida por su nieto, con Dolores Fonzi salvando con su propia convicción actoral los devaneos de esa “maestrita de los obreros”: en la lucha entre los ideales y la realidad, dice La patota de ayer y hoy, solo se puede ser consecuente asumiendo esa brecha como inzanjable (y haciendo el papel del progresista bobo que tanto gustan satirizar los asumidos cínicos). Pero Mitre no es un cínico sino un cineasta (política y estéticamente) “correcto” que juega a no serlo sin propasar sus propios límites. El problema de La patota es que está tan atada a la premisa de Tinayre como a su título original: no es solo que todo gire en torno a la justificación de la extraña actitud de su protagonista, sino que la película misma se vuelve un mero andamiaje construido alrededor de la (in)necesaria escena de la violación y sus consecuencias. En ambos casos, con una trampa argumental evidente: cruzar el ultraje con su (in)esperado resultado. Y en ambos casos la excusa es una suerte de vocación “mística”, que podía sostener un final feliz hace medio siglo pero no alcanza, ni con laicización y final abierto mediante, para que no chirríe hoy. Metido en la camisa de fuerza de Tinayre, Mitre intenta aggiornar La patota a la sensibilidad moderna y (merced al tratamiento dardennesco del inflexible punto de vista de su protagonista) asume, con profesionalismo pero también con temor y temblor, el consabido ademán de verter vino nuevo en odre viejo. Basta ver como transforma las clases de Paulina, que de impartir Psicología (tema afín a su más comprensible “comprensión” de los bajos fondos) en esta versión pasa a dar un curso de “formación política” que desnuda las contradicciones del director (y su coguionista Mariano Llinás) antes que las del personaje, quien parece tener –para decirlo en criollo– un corso a contramano. Pues es notablemente inverosímil que una militante (capaz de echarle en cara a su padre su militancia en el PCR, partido que desconoce la mayoría de los espectadores pero cuya mención funciona como contraseña de diálogo “político” en film idem) le diga a sus educandos que es su “empleada” (solo le faltó agregar “a la que ustedes le pagan el sueldo” para completar un kit del cualunquismo reaccionario), o asumir la democracia como una cuestión de “reglas” y no de contrato (con la consiguiente puesta en cuestión de las mismas por una clase que hace bien en rebelarse ante tanta inconsistencia). Se trata de una distanciada visión de “la política” de claro cuño liberal (en el sentido más oscuro y argentino de esa buena palabra): es eso lo que la vuelve lejana a pesar de su continua explicitación, y no la tensión presente en cada (encuentro de) clase. La patota juega a extremar todos los presupuestos en busca del conflicto (ese lugar común del guionista y el politólogo). Pero no hacía falta irse hasta Misiones para encontrar esa dificultad de comprensión (esos alumnos que hablan su propia lengua): si se quería escapar al “imaginario de la marginalidad” del conurbano bonaerense (“hoy cristalizado en el cine argentino” dice Mitre en una entrevista, como si el cine de Campusano fuera igual al de Trapero, por ejemplo), lo único que se logra aportar como novedad son “los paisajes únicos que proveen la selva y la tierra roja”. Pero el malón sigue tan indiferenciado como lo plantea el viejo título (la película nos descubre a “los salvajes” mirando fijamente a su futura presa desde una colina, como parte del paisaje), tan silencioso como en Los posibles. (1) Salvo por “el jefe”, un obrero que parece ofrecer un contrapunto al personaje de Paulina, que la película hace literal al adoptar su punto de vista para volver a contar la situación previa a la violación, elaborando una justificación paternalista, psicologista, o simplemente absurda (su reacción vendría dada por el rencor hacia una mujer que lo dejó, cuya moto monta Paulina…). (2). Una vez más, el punto ciego de Mitre está precisamente en aquello que (a)parece en primer plano: si en El estudiante era “la política”, aquí es “el Otro”. La patota asume a rajatabla el punto de vista de su protagonista pero a la vez no termina de asumir su mirada de género y clase. Y, como su protagonista, parece demasiado segura (aunque nunca quede claro, ni siquiera para ella misma, por qué hace lo que hace. (3) Como si desoyera la sensatez que el mismo guión pone en boca de todos los personajes menos el que elige seguir ciegamente (el padre, la psicóloga, la amiga que le dice desde el inicio “no les tengas lástima”), la película debe sostener lo insostenible al adherirse a su protagonista excluyente (no en vano la versión internacional de la película lleva su nombre): Mitre asume que La patota se centra en la “convicción” de su personaje (4), pero evidentemente no se trata de la convicción política según Max Weber (esa ética opuesta a la de la responsabilidad) sino del mero “mesianismo”, como afirma el personaje del padre, quien sí aplica de principio a fin una lógica política: “argumentame”, le dice a Paulina, que obviamente no puede explicar sus determinaciones y simplemente las encarna. Ese redentorismo sacrificial se relaciona con el martirologio setentista de cierta izquierda radicalizada (no la del PCR, precisamente, que era distanciadamente maoísta). Pero aquí ni siquiera hay algún atisbo de racionalidad política puesta en juego, sino la evidente confusión entre el derecho a la determinación personal (en el caso del aborto) y la justificación de la impunidad (en el caso de la violación). (5) Y la justificación “política” que enarbola Paulina es precisamente el binarismo donde la política acaba: si solo queda optar entre los apremios ilegales o la impunidad, lo único que resta asumir es el fracaso mismo de la política. Esa es la dimensión profundamente conservadora del “liberalismo” entendido de modo fanático, en la que el personaje de Paulina termina cayendo como heroína iluminada. En cualquier Estado moderno, no importa lo que opine la víctima sobre su victimario (da lo mismo si quiere lincharlo o perdonarlo, digamos): la Justicia (como institución, no como ideal) no puede estar en discusión, aunque no siempre esté bien aplicada su ley. En todo caso, se trata de una discusión sobre el sistema penal (su consuetudinario clasismo) y no sobre el sistema judicial, sin el que volveríamos a la selva (como ese edificio ominoso que se deja ganar por la naturaleza, en otra deuda a la imaginación de Tinayre). Pero a la película no le interesa esa discusión pública, sino el drama íntimo. El drama “blanco”, digamos, haciendo juego con las almas bellas de Fonzi-Legrand, reunidas bajo el mismo rostro de ángeles desnudos, que son una proyección de los Grandes Dilemas morales de su clase. Se trata del “¿qué harías si…?” que Paulina y su padre juegan en su diálogo final, como en el viejo teatro ibseniano, que no se rompe con planos secuencia o finales abiertos, porque las cartas están marcadas de entrada (¿queda algún espectador que no sepa desde la primera escena que Paulina se rebela, y que finalmente será libre de juzgarla quien esté libre de pecado?). Mitre ha hablado del Rossellini de Europa 51 (y habría mucho para decir del equívoco que introdujo en el cine moderno la adoración incondicional de los films del matrimonio Rossellini-Bergman vía la Nouvelle Vague, o acaso de todo el Rossellini más abiertamente milagrero), pero bajo esa cita venerable se encuentra algo más cercano al consabido Tinayre: los films de Fernando Ayala, que de sus inicios prometedores derivó finalmente hacia El arreglo (en su mejor versión del drama de la convicción) o Sobredosis (en la peor). No en vano Ayala había sido reconocido por aquel primer NCA como uno de sus iniciadores, en los mismos tiempos en que Tinayre usaba a los mismos actores para ilustrar su patota sesentista (como nos recuerda Fernando Martín Peña, la imagen de esos jóvenes violando a la gran estrella resume lo que la industria pensaba de esos marginales). Para cuando Tinayre filma su última película (La Mary, otro retrato de una obsesión que solo era una excusa para mostrar las dotes no precisamente actorales de Susana Gimenez), Ayala ya estaba en franca decadencia, continuando la saga de películas sobre hoteles-alojamiento iniciada por el mismo Tinayre con La cigarra no es un bicho. Probablemente hoy esa integración de lo que alguna vez fue un Nuevo Cine Argentino en lo más conservador de la industria no presente rasgos tan evidentes, ya que buena parte del nuevo NCA nace con una impronta no tan lejana a ese cine, al que usualmente se limita a pulir con esmero digno de mejores cometidos. Esa es la diferencia entre las óperas primas de hace veinte años y las que podemos apreciar de un tiempo a esta parte, con buena parte de aquel NCA ya convertido en parte del sistema. De hecho El estudiante –la presentación en sociedad de Mitre– bien podría haber sido producida por Telefé, aunque la joven promesa siga respondiendo “No” con la misma ambigüedad que su protagonista. (6) Notas: 1. “Si la película se propusiera plantear en serio un dilema político, la salida narrativa del duelo argumentativo en que están enfrascados padre e hija tiene que conducir al pueblo. Política sin pueblo es cualunquismo (y ahí se paralizaba El estudiante). Desde el punto de vista dramatúrgico, lo mismo: lo único que puede romper el encierro dialéctico de los antagonistas es la aparición de un tercero. El ‘objeto’ de los desvelos de Paulina, eso de lo que su padre quiere alejarse: el pueblo. Es ahí y no en la oposición moralista entre pragmatismo e idealismo donde se juega la política de la película. (…) ¿Cómo filmar al pueblo? Si no antecediera el contrato que exige que Paulina tiene que ser violada, la película jugaría ahí la posibilidad de complejizar la discusión inicial, de someterla al principio de realidad. Pero Fonzi tiene que ser violada, tal como lo fue Legrand hace más de 50 años. (…) La patota violadora no es siquiera una patota sino más bien una horda. Si digo ‘horda’ para referirme al grupo de los violadores es porque, curiosamente para una película que los menta desde su título, no es capaz de forjarlo como un grupo de personajes dramáticamente diferenciados. La visión que la película propone del universo popular es un amasijo de violencia primordial en el que prevalecen las pulsiones animales. (…) Nadie, ni ella ni ellos puede tirar un puente hacia el otro, con lo que la política queda esencialmente negada.” Oscar Cuervo, “La patota”, en www.tallerlaotra.blogspot.com.ar, 24 de junio de 2015. 2. “En la versión de Mitre la violación estaba destinada a una chica de la misma clase que a lo sumo era culpable de ser mujer y de gustarle el sexo. Porque al sexo legal, decente y con forro que tiene Paulina con su novio de hace quince años se contrapone en la película, como una provocación, el sexo de los pobres, la chica que arrodillada le chupa la pija a un brasileño”. Marina Yuszczuk, “La decisión de Paulina”, en Pagina12,19 de julio de 2015. 3. Paulina cita a su violador en el lugar del crimen. No se entiende por qué no le dice ahí mismo lo que tiene para decir, ni que sería lo que necesita decir. Finalmente, es el silencio lo que termina también por definir a su personaje, como si después de someternos a largas conversaciones que ponen en escena posiciones asumidas de antemano (como el plano secuencia inicial), la película asumiera que solo queda en pie la mudez habitual en el NCA. 4. “Decidimos que así como no había que juzgarla tampoco había que entenderla, sino acompañarla. Convertirla en este personaje que interpela, que va en contra de su moral de clase. (…) Me interesa el potencial de algo que es interpelador, problemático, que genera pensamiento, y reflexión moral. Creo que La patota es una película muy moral.” Entrevista de Mariano Kairuz, “En memoria de Paulina”, Página12, 7 de junio de 2015. 5. “En un momento, el padre le pregunta a su hija si, en caso de que quien la hubiera violado fuera su propio novio, no hubiera decidido hacerse un aborto. ‘Sí’, responde ella. Es claro: el problema no es la violación, sino haber sido violada por pobres. Discriminación positiva. El aborto está bien si la violación viene de la clase media, pero si la que viola es la clase baja, quien viola ya no es una persona sino el producto de un mundo injusto. Los espermas que llegaron hasta el útero de Paulina no son los de un individuo, sino los de una figura, un representante de clase”, dice Marcos Rodríguez en un texto que analiza con precisión “el habla de la ideología” en La patota: http://www.hacerselacritica.com/derecho-al-aborto-la-patota-por-marcos-rodriguez/ 6. Como resume Marcos Vieytes: “Santiago Mitre forma parte del giro hacia la industria –estructuras narrativas y de producción convencionales- que se observa entre algunos ‘independientes’ como Pablo Trapero o Mariano Llinás en su faceta de guionista. No sólo como director, también es uno de los guionistas de las últimas películas de Trapero en las que ese giro se viene llevando claramente a cabo. El internacionalismo al que aspira ese cine por razones lógicas de mercado suele ser estética y políticamente convencional. Me recuerda el humanismo conservador de las películas liberales de los ‘70 en EE.UU. (las de Alan Pakula, por ejemplo) sin claras señas de identidad ligadas al género puro y duro, a la izquierda (ni hablar de ambas cosas juntas, como en John Carpenter) o tan siquiera al liberalismo propiamente dicho. Suelen ser películas preparadas para que todo espectador quepa en ellas, con puntos de identificación para la mayor cantidad de público posible, como Relatos salvajes. (…) En estos dramas burgueses cuando no pequeño burgueses –clase a la que pertenecemos la mayor parte de los realizadores y del público- políticamente correctos se tratan los temas que interesan al ciudadano urbano medio tensando las cuerdas del conflicto de modo tal que exploten opiniones y lugares comunes sobre la realidad más o menos cercana pero sin incomodar profundamente a nadie, cortar el hilo narrativo conductor o poner en riesgo la identificación. (…) Esperemos que no se circunscriban a los dramas salomónicos en los que se ‘promedian’ (el término es de Mitre en una entrevista reciente) puntos de vista supuestamente antagónicos, para llegar a un acuerdo tranquilizador para las partes de una mera estructura binaria o a una pseudoelección tranquilizante para el espectador que en el transcurso de la película ha podido ver ‘el otro lado’ de la cosa.” http://www.hacerselacritica.com/fragmentos-de-un-diario-critico-virtual-vii-por-marcos-vieytes/
Tal vez no sea casual que el mejor momento de Pasaje de vida esté al inicio, ya que la película se asume ampulosamente como ejercicio de nostalgia, pero ese juego de contar hasta diez y recordar con precisión lo visto es mostrado en principio como enigma más que como certeza: cuando reaparezca sobre el final solo será para reclamar el discurso paterno sin ponerlo en cuestión. Y es que si bien Pasaje de vida parece animada por la intención de meterse de lleno con un tema elidido por el cine argentino (la militancia armada de los primeros años setenta), no logra ser más que la reproducción acrítica de ciertos relatos ya vistos y oídos. Como si, llegado por fin el momento de hablar de ciertas cosas, se contentara con repetir lugares comunes. “Hoy la política no es mala palabra. Encima acá hay mucho cine de género, lo cual la vuelve muy entretenida”, dice su director en una entrevista[1], resumiendo en una frase el equívoco que su película ilustra: desde ya, la política es una buena palabra y el género bienvenido, pero cuando se reduce todo a un efecto se vacía de contenido en aras del puro relato. Porque aun cuando, como nos asegura esa misma nota, Pasaje de vida “tiene el ritmo de los mejores thrillers norteamericanos” (“en su interior, todo el tiempo está pasando algo: hay amor, hay peleas, hay algo que resolver, hay persecuciones”), la misma descripción podría rematar con la conclusión de un crítico menos efusivo, que la coloca “más cerca de un culebrón televisivo que de un film austero y comprometido”[2]. Como resume Diego Brodersen, se trata de “una estructura narrativa que privilegia los mecanismos del suspenso y las emociones primarias sobre cualquier otra disquisición. (…) Avanzando previsiblemente con cada cambio de plano y golpe de timón de la trama, Pasaje… de alguna manera, se asemeja a su afiche: de diseño sencillo y efectividad relativa, un poco chillón, convencional en sus formas y apenas un poco menos en sus contenidos.”[3] El resultado final está lejos de El secreto de sus ojos, película con la que Pasaje de vida parece medirse desde su concepción: ahí están Carla Quevedo (otra vez como chica idealizada), Javier Godino (otra vez vouyeur de vidas ajenas), el hijo de Darín emulando a su padre (con la edad que tenía este cuando filmaba La playa del amor), e incluso un intenso plano secuencia en una escena central (amañado con menos garra y sentido). Pues todas esas esquirlas solo alcanzan para ver la distancia con la discutida película de Campanella, o la improbable Roma de Aristaraín, aun siendo películas contradictorias que tampoco saben qué hacer con el pasado. Mucho más al compararla con una película que es de algún modo su contracara: La vida por Perón, una película que a diez años de su estreno resulta cada vez más notable y no casualmente olvidada, quizá porque Bellotti evitaba la elegía tanto como la farsa y se hacía cargo de la tragedia. “Si esta película se estrenaba en los años noventa, no la veía nadie” dice Corsini, pero no porque entonces no fuera un fatigado best-seller La voluntad, o un módico suceso Cazadores de utopías. Lo que cambió es el tono, más que el contenido. Por eso Pasaje de vida puede poner en escena uno de los cantitos más escalofriantes de la JP (“con los huesos de Aramburu / vamo’ a hacer una escalera / pa’ que baje desde el cielo / nuestra Evita montonera”) sin ninguna distancia, como sí la tenía la primera vez que se escuchó en el cine –justamente allá por los noventa–, en Montoneros, una historia: la protagonista de Di Tella evocaba su militancia con aspereza, haciendo el duelo no solo por su compañero desaparecido, sino por su propia subjetividad escindida. En Pasaje de vida, en cambio, la reproducción del pasado no advierte ni siquiera sus propias incongruencias, como esa escena en la que la mujer practica tiro con una coqueta boina. Esa dirección de arte lustrosa (donde todos parecen salidos de un comercial de los ’70) enuncia lo que la película no se atreve a hacer: si esa imagen acartonada fuera parte del recuerdo inventado del protagonista, podríamos asumir sus rasgos planos como una ironía. Pero Corsini no busca esa distancia: “La película tiene una belleza montonera” dice, y está claro que el término problemático ahí es “belleza” (como esos desnudos gratuitos de la hermosa Carla Quevedo). Al igual que el hijo más interesado en recuperar a su viejo amor que la memoria pedida de su padre, a Corsini solo le interesa ese especular amor juvenil (tema de su opera prima, Solos en la ciudad). O mejor dicho, el melodrama, como un género más a explotar. De ahí que las pocas frases precisas que refieren a la discusión política de aquellos años (“lo que perdimos con la política, no lo vamos a ganar con las armas”) se pierdan entre personajes estereotipados y situaciones imposibles (un operativo absurdo, un delator de manual). Quizá por eso Corsini “insiste en que esta no es otra película sobre la dictadura”, y la relaciona más con la mirada infantil que permeaba Infancia clandestina o Kamchatka, pero también con Los rubios. Y es que así como se adivina la sombra de El secreto de sus ojos en la puesta en escena, el director asume que “la idea de la película surgió por una discusión que tuve con Albertina Carri durante un Bafici, en 2003”. No sabemos cuáles fueron los términos o ámbito de esa “discusión” (suponemos que un intercambio de preguntas y respuestas luego de la proyección), pero queda claro porque Corsini “sentía que ella tenía un vínculo conflictivo con sus padres y no lo entendía”. A la mirada prescindente de Los rubios, se le opone una que evade todo conflicto: “El mío era distinto, mucho más idealizado”, evidentemente sostenido –al contrario que el de Carri– por la falta absoluta de relatos: “Es un tema del que habíamos hablado poco” admite Corsini, explicando el inverosímil descubrimiento de su alter ego, el hijo español olvidado de la tierra de sus padres. Sin embargo, pudo llenar las lagunas más rápido: “El padre de Albertina Carri fue quien les advirtió a los padres de Corsini que, si dejaban Montoneros, iban a recibir un juicio revolucionario. Es decir, los iban a matar a balazos.” No sabemos cómo identificaron los padres a alguien que, como ellos mismos, usaba un nombre falso. Menos curioso es que el propio director aparece encarnando a ese superior que les ofrece la pastilla de cianuro, en un juego de rol que la película desanda (haciendo leves hasta las muertes que acumula, con la misma lógica que la conducción que critica). “Dedicada a Gloria y Simón” (nombres de guerra de sus padres), nos enteramos por las entrevistas que ambos están vivos: ¿Si no fuera así, podría Corsini haber hecho una película como esta, en la que el personaje que habla por todos concluye: “fueron los mejores años de nuestra vida y no nos arrepentimos de nada”? Sería fácil atribuir esa ligereza al contexto histórico: “En ese sentido, mis papás le agradecen mucho al kirchnerismo: ahora empezaron a decir quiénes son”, expresa Corsini, como si él mismo tuviera que agradecer a los vientos de la historia esa revelación tardía y autoindulgente. “Mis viejos –que ahora están separados– se abrazaron, se miraron a los ojos y se dijeron: ¡Esta es nuestra historia!”. Eso es todo: un homenaje que, como agrega el autor de la nota sin reconocer la carencia, “tiene más de reparación histórica que de ambición cinéfila”. Reparación sin duelo, historia sin reflexión, cinefilia pasteurizada. La única marca discordante es ese juego extraño que se menciona al inicio, como marca de un padre perdido en su laberinto (un notable Miguel Ángel Solá). Pasaje de vida no sabe (no quiere ni puede) animarse a internarse en esas oscuridades, y las cubre con el piadoso manto de la ficción. El resultado da la medida de su módica ambición. [1] Todas las citas del director corresponden a: Hernán Panessi, “El tiempo y la sangre”, Haciendo cine, mayo 2015. [2] http://visiondelcine.com/estrenos-de-la-semana/estreno-pasaje-de-vida-de-diego-corsini/ [3] Diego Brodersen, “Mirada que privilegia el suspenso”, Página12, 28 de mayo de 2015.
El primer día de 2010 se estrenaron en Argentina Avatar y Rosetta, dos films que representan dos modelos en pugna, de cuya batalla final resultará que el cine -ese arte del siglo XX- logre perdurar en el nuevo siglo, o bien deje definitivamente atrás lo que supo ser (un avatar esencial de la modernidad) para volver a sus orígenes como mero espectáculo de feria. Pues este Avatar (que algunos proponen como el futuro del cine, cuando -por el contrario- viene a acelerar su disolución) es una monumental maquinaria cuya laboriosa tecnología de última generación no solo desmiente su moraleja ecológica, sino que –antes bien- representa el triunfo de la lógica imperial que la carcome: su conquista global de las pantallas es en sí una omnímoda y ominosa visión del futuro, como lo fue La guerra de las galaxias a mediados de los ‘70. (Se podría decir que Avatar es a La guerra de las galaxias lo que la Segunda Guerra Mundial a la Primera: su inevitable secuela, pero a una escala de destrucción mayor.) Porque si el film de Lucas negaba su contenido contracultural a través de su infantilización formal, el de Cameron hace algo más que jibarizar el cine clásico: destruye la esencia misma de la imagen cinematográfica al desrealizarla mediante el 3D/digital. Pues el imperialismo global de Avatar y su colonización del cine no es sólo la negación de la “ecología” cinematográfica, sino que -a través de su artificial concepción formal- el cine mismo es despojado de su condición ontológica (como fantasmagórica exploración de lo real) para convertirse en pura negación de la realidad (a través del mundo feliz de la sociedad del espectáculo devenida en matrix). Rosetta es, por el contrario, la última obra maestra debida a la irreductible fe en el bazinismo (es decir, en la capacidad del cine para decir algo sobre el mundo): un cine que busca el despojamiento para acercarse al enigma de lo real (sin llegar nunca a totalizar una imagen de la realidad). El cine de los Dardenne, aun sin alcanzar la radicalidad de Costa) es uno de los ejemplos más notorios de esa persistente resistencia contra el paradigma posmoderno impuesto por cierto cine contemporáneo (en su omnipresente animación digital o en su contracara no menos conservadora: el eterno retorno al pasado, a través de un primitivismo trivial que reniega de la historia, del cine moderno. La sencilla resistencia de Rosetta se basa justamente en el viejo paradigma clásico revisado por el cine moderno (de Rossellini a Bresson), mientras que la invocación faci(li)sta de Avatar se hace en nombre del porvenir de una ilusión (cuyo evidente paradigma es el museificado clasicismo de los conservadores años ’80, destruido de plano en plano por la irrealidad digital). Cameron (con su megalomanía de iluminado que propone la redención a través de la inmolación, cual Jim Jones cinematográfico) es el definitivo terminator del cine. Pues si Rosetta basa su potencia en una relectura contemporánea de la tradición (base sobre la que descansa todo el proyecto del cine moderno, o el proyecto de la modernidad en el cine), Avatar desmiente su promesa revolucionaria con un imperialismo formal anclado en el pasado (el viejo MRI sometido ante las nuevas tecnologías digitales). Y es que tras la unión del nuevo universo digital (cuyas posibilidades destructivas ya han sido desarrolladas por Zemeckis) con el viejo 3D (cuya imposición viene fracasando desde los ’50, pero que ahora pretende formatear toda imagen), lo único que existe es la voluntad de consolidar la vieja visión del mundo basada en el eterno poderío redentor del sueño americano. (Si Titanic narraba el hundimiento del viejo mundo europeo y su reconversión en la épica americana -el renacimiento de una nación, digamos-, Avatar profetiza el fin del mundo y su redención a través de una utopía neoamericanista: como en 2012 y otras visiones apocalípticas del fin del mundo, la única salida parece ser más de lo mismo, disfrazado de idílica vuelta al origen…. Avatar es en ese sentido la realización de la mala conciencia del cine (como parte del proyecto inconcluso de la modernidad), representada ante todo en el género de ciencia ficción (que no en vano tuvo su época de oro en los ’50, en plena “guerra fría”): desde mediados del siglo pasado, el género tuvo un viraje fundamental, abandonando el espacio exterior (y la creación de mundos imaginarios) por la exploración del “espacio interior” (y la construcción de la subjetividad). No casualmente los únicos grandes escritores que ha dado el género -Bradbury, Ballard, Dick- fueron precisamente los que empezaron a interrogarse, antes que sobre la conquista del espacio (y las stars wars), sobre las fronteras de lo humano y lo social. Y si el cine y la ciencia ficción se unieron desde el inicio (basta recordar el Viaje a la luna de Melies), fue porque ambos expresaron la “pasión de lo real” que cimentó la modernidad: por eso un film como Matrix expresaba la opción entre “el desierto de lo real” y la “fábrica de sueños” que Avatar viene a actualizar (y que algunos críticos trasnochados festejan) como “fin de la historia” cinematográfica, el avatar final de esa aventura moderna llamada cine. Podríamos pensar este enfrentamiento final como la reactualización del primigenio agón entre Lumiere y Melies (entre la realidad y el sueño), pero –como ya demostró Godard- la relación entre ambos es mucho más complejo (ya que hay sueño en Lumiere y realismo en Melies…). De hecho, el mejor cine contemporáneo se basa precisamente en la puesta en crisis de esa diferencia (como podemos ver en el cine de Costa o Apichatpong), en tanto que pretende superarla. Mientras que el poder (del mainstream, establishment, o como quieran llamarle a esa innegable suma de fuerzas) propone un nuevo paradigma (cuyo relativismo total apunta a la pura negación de todo lo que se le pueda oponer), y que en el caso del cine va más allá de una mera reactualización de una imagen vicaria, para convertirse en un verdadero anonadamiento. Si el 3D fracasó históricamente fue porque esa innovación no se asimila a la búsqueda de mímesis del arte occidental: el cine puede prescindir de él porque no tiene nada que ver con la humana percepción de la realidad, mucho más cercana a la “falsa” profundidad de campo de la pantalla de dos dimensiones (el cine es “tuerto”, y por eso mismo humano: no puede compensar sus faltas, mucho menos con efectos lisérgicos). Pero esa batalla ya no es meramente económica (devolver espectadores a las salas frente a la competencia de la TV e Internet), sino política (dar “liquidez” –en todo sentido- al sistema de creencias): con la ampliación de la “sociedad de la imagen” a una escala nunca vista (gracias a la proliferación de pantallas personales en la era digital) el campo de batalla pasa a ser la construcción de subjetividades afines al flujo posmoderno (de imágenes-bienes que fetichizan el incesante y “eterno” movimiento del capital), en una etapa signada por una crisis de hegemonía del pensamiento único. En ese contexto (como en los tiempos de la contrarreforma), el dominio de las imágenes vuelve a ser esencial para disciplinar (mediante el goce extático de un nuevo opio de los pueblos). Si el cine construyó su clasicismo en un período en el cual el paradigma mismo de la modernidad estaba en lucha (al menos hasta la victoria del “realismo”, tanto en la URSS como en los EEUU, tras la primera gran crisis mundial de la década del ‘30), hoy asistimos al intento final de reducir lo que fue un medio de conocimiento (el cine como parte esencial de la modernidad) a un ingenuo juego en un megaparque de diversiones que nos promete (gracias a la nueva matrix del complejo industrial-cultural) la inserción en un mundo de sensaciones creado ya no sólo para el “adormecimiento de conciencias” (bajo el utopismo de la virtualidad y la corrección política) sino para la destrucción simbólica de cualquier otro “futuro” posible (más acá y más allá de la pantalla). Es por eso que frente a estos virtuales Goliats (que no dejarán de inundarnos), un pequeño gran film como Rosetta representa la resistencia del cine y el cine de la resistencia (cuya sola existencia, por minoritaria que sea, representa una esperanza). Porque lo que se juega es mucho más que el incierto futuro de ese arte del siglo XX: es la ontología de la imagen cinematográfica, y su capacidad para proponer otra visión del mundo (que no pretenda suplir o condonar la realidad, sino cambiarla).
Esta no es una nota sobre el dudoso lugar de Jackass en la historia del cine: la película es una excusa, así como también la provocación de que tenga un canónico lugar en la lista anual de la FIPRESCI local. El verdadero eje de esta polémica (que tuvo lugar en este blog y en otroscines: son los valores en juego (en su inseparable doble sentido: estético y ético). Porque lo que en verdad importa discutir es cómo el poder construye subjetividad (incluso en la aparente paradoja de una crítica que celebra un elogio del fascismo). Pero para llegar a eso (y entenderlo), primero hay que dar un rodeo: 1. Crítica y coprofagia Hace casi un siglo, Marcel Duchamp convirtió a una letrina en arte (bastó colocarla en una sala de museo). El gesto no acabó con los museos, pero casi acaba con el arte. Y todavía persiste la disputa sobre si fue un acto revolucionario o reaccionario. Por suerte nada de eso pasará con Jackass, aunque el gesto “irreverente” de ponerla entre las mejores películas del año recuerda esa farsa en que se convierte la Historia cuando se repite sin fundamento. Porque Jackass es, en el mejor de los casos, una especie de Mondo cane para adolescentes tardíos. En el peor, es una glorificación de la estupidez, la crueldad, o el sadismo, no muy lejana de las bromas televisivas de Tinelli (la única diferencia es que se esfuerzan por parecer ingeniosamente idiotas…). Pero no sólo por eso prefiero no hablar en particular de la seguidilla de ejercicios (absurdos o denigrantes) en que consiste este subproducto de la TV basura: no es necesario “particularizar” (y hundirse en la mierda) para hacer una crítica que no es una crítica del “gusto” (porque se entiende que a alguien le pueda gustar Jackass, del mismo modo en que se puede hallar placer en la autoflagelación). Lo discutible es su defensa por parte de algunos críticos (básicamente de El Amante, que conforman un tercio de los miembros de FIPRESCI), en un arco que parece ir de la sobreinterpretación al sofisma. Veamos: Dice Javier Porta Fouz (en una nota citada por él mismo en otroscines): “Jackass 3D es cine cómico de gran inventiva, es decir, un en el que cada situación es un nuevo desafío físico y estético. Pictóricamente lujosa, remite al cine mudo desde varios ángulos, al igual que Independencia de Raya Martin. Pero, que yo sepa, a nadie se le ocurrió tildar de estúpidos a los que defendieron esa película filipina. La tribu de la comedia (una forma de arte todavía hoy menospreciada) suele ser más democrática y tolerante que la tribu del ‘cine arte’” Varias cosas para decir, porque en este párrafo se resumen de algún modo todos los equívocos en juego: lo cómico no es lo mismo que la comedia, del mismo modo en que un desafío físico no es necesariamente un desafío estético (ya volveremos sobre esta concepción estetizante de lo físico en el parágrafo siguiente). Y si Jackass tiene algo de espectáculo de feria, lo es por ser parte de un retorno a lo primario (no a lo primordial) en el cine, que algunos críticos festejan como un retorno a los orígenes pero que en el fondo no es más que mero primitivismo (en ese sentido, no solo no es lo mismo Independencia que Jackass: tampoco es lo mismo Independencia que Autohistoria, aun siendo del mismo realizador). Porque en cien años Jackass no despertará la misma curiosidad que El regador regado sino que será apenas, si todo sigue así, la constatación de la decadencia de un artefacto que alguna vez quiso ser arte. Y no se trata de una defensa de “tribu del cine arte” (una caracterización más propia de la crítica populista que El Amante suele odiar con razón): el cine siempre fue un arte popular por excelencia, desde su misma constitución en tal, cuando dejó atrás el primitivismo para desarrollar un lenguaje (las obras maestras de Griffith y Eisenstein, que iniciaron el gran período clásico, fueron films enormemente populares). Lo que sí parece un gesto tribal es la sobreinterpretación crítica de una película que no llega ser un film. Este insulto a la inteligencia (la defensa, tanto como la película misma) marcan el límite del gesto que pretende canonizar urinarios por el sólo capricho (algo muy distinto del original gesto “cahierista”, que reivindicaba una política -autoral- y una rebelión –crítica-). Jackass no es más que una anécdota, pero es preocupante como síntoma de la decadencia de una crítica que cambió la erección de un canon por el canon de una erección. Porque (resumiendo), hay tres cuestiones interrelacionadas: a) ¿Es Jackass un film? b) ¿Es una buena película? c) ¿Es una película que merezca estar en un top five? La primera responde de algún modo a las otras dos: Jackass no es un film, aunque parezca una película. O para decirlo más claramente: es una película pero no es cine. Es una suma de sketches televisivos de mal gusto. Alguien podría decir lo mismo de Meaning of life… Y yo diría: si alguien no es capaz de ver la evidente diferencia, tal vez tendríamos una discusión tonta como esta. Pero no esperaría que fuera entre críticos de cine, porque hablar sobre Jackass es como hablar sobre Tinelli: da para mucho, pero si lo hacemos sólo como cronistas “de espectáculos” el resultado es tan pobre como el de esos papers universitarios que en los ’90 encontraban valores hasta en lo más rancio de la industria cultural. Y es que el problema es, justamente, que críticos “serios” consideren “seriamente” una película como esta… Porque no se trata de jugar con el “mal gusto” a lo Waters, o usarlo contra las veleidades de la burguesía (como en lo mejor de Buñuel o Pasolini): Jackass no esconde ningún valor contracultural, sino todo lo contrario. Es la sumisión ante lo más reaccionario del sistema (Torture-porn + Reality de qualité + Comedia físico-escatológica + 3D: una fórmula imbatible, al menos en ciertos círculos…). Y ahí es donde difiere no sólo la valoración de una película en “particular”, sino dos visiones del cine. Dice Noriega: “el tema no es asumir la misma lógica eliminacionista de los detractores sino de incorporar a Jackass al mismo lugar de respetabilidad que las demás películas, digna de ser elogiada”. Pero no se trata de ser “eliminacionista” (?), sino de entender que no todo da lo mismo, que tras ese falso democratismo hay un relativismo moral que permite no sólo la negación del pensamiento crítico (ofrecido en el altar del “gusto”), sino la glorificación del sadismo y la ley del más fuerte (y no es casual que Jackass sea una galería de ejercicios fascistas). Noriega pretende hablar “sólo” de la película, como si así eludiera cualquier otro juicio que no fuera el “estético”, y como si ese mismo juicio no implicara una ética y una política. No es casual ese desmembramiento, porque esa violencia aceptada (como si el espectador fuera como el Alex de La naranja mecánica, pero inducido a anestesiar todo conflicto moral) es fascismo puro, como lo es toda anulación gozosamente nihilista del pensamiento crítico. Y Jackass es un curso práctico de nihilismo. Fascism for dummies. 2. Crítica y faci(li)smo Hace medio siglo, se llevó a cabo en Estados Unidos el famoso “experimento de Milgram”: constaba de dos voluntarios, y uno de ellos era atado a una camilla con electrodos, mientras el otro aplicaba electricidad ante cada error cometido por el primero, bajo la supervisión de un director (el primer voluntario era tan falso como la corriente, pero la “aplicación” era verdadera en la voluntad, respaldada por la “obediencia debida”…). El resultado fue apabullante: más del 60% de los participantes llegó a dar la descarga máxima, al sentirse respaldado por una figura de autoridad. Dice Gustavo Noriega: “Si estos muchachones deciden poner su cuerpo en riesgo o dejar que sea objeto de agresiones de distinto calibre, no hay que perder de vista que se trata de una decisión libre. No hay en Jackass daño a terceros inadvertidos y esto es lo único que debería importarnos en términos de moralidad (la referencia a comisarías, cárceles y pistolas eléctricas es particularmente desacertada). No hay nada más riesgoso que intentar legislar sobre el placer y cuando digo legislar me refiero a lo jurídico, por supuesto, pero también a lo moral. Y eso sí que es político: la intromisión del “buen gusto” en la legítima búsqueda del placer es tan fascista como lo sería la del Estado legislando en ese punto (como lo hace con el consumo de drogas).” Vamos por partes: “Si estos muchachones deciden poner su cuerpo en riesgo o dejar que sea objeto de agresiones de distinto calibre, no hay que perder de vista que se trata de una decisión libre.” También lo sería vender un riñón en el mercado… Pero lamentablemente tal cosa todavía es imposible, merced al fascismo del Estado. Así lo entiende el ultraliberalismo, claro (aunque aquí “sólo” hablamos de la gratuidad del gesto estético), porque “la intromisión del ‘buen gusto’ en la legítima búsqueda del placer es tan fascista como lo sería la del Estado legislando en ese punto” (!). Lo fascista es precisamente hacer de la violencia un gesto estético (separado de la política y la ética): si los condenados hubiesen entrado “libremente” en la cámara de gas, ¿podríamos gozar de las películas nazis que lo muestran? (¿y a eso también lo llamaríamos –como Noriega pervirtiendo a Bazin- “ética el realismo”? Volveré sobre esto más adelante, porque es un punto esencial en esta discusión crítica). Luego sigue diciendo Noriega, en la misma discusión: “sé que si [la violencia] llega a convertirse en una película nada grave pasó”, cuando antes argumentaba que “si estos muchachones deciden poner su cuerpo en riesgo o dejar que sea objeto de agresiones de distinto calibre, no hay que perder de vista que se trata de una decisión libre”. Esto al menos era más honesto, además de mostrar cuál es la supuesta “libertad moral” que pregona el viejo liberalismo (representado hoy en el paroxismo ideológico del tea party). De hecho, no es casual ver cómo se repiten en las críticas favorables una y otra vez los mismos argumentos (sobre todo las falacias “liberales” que hacen parecer “intolerante” hasta al venerable Comolli, atacado en una de las polémicas). Ser tolerante, en cambio, es apreciar “el trabajo con el color” en una película excrementicia… En fin: cada uno tendrá que hacerse cargo de lo que defiende: el archivo es implacable, y deja en claro una posición estética y política (que son la misma cosa). En la discusión en otroscines, Noriega se cita a sí mismo (y vale la pena reproducirlo en extenso): “En todos los casos se trata de hacer algo extraordinario delante de una cámara. (Es notable que los segmentos menos felices sean las cámaras sorpresas que implican otro tipo de ideología y de estética). Que ese algo fuera de lo común a menudo esté asociado con cosas que el buen gusto no tolera, como enmierdarse, vomitar o generar tanto sudor como para llenar un vaso y que un tercero se lo tome, no es un detalle menor o que desmerezca la empresa. Se trata en todos los casos de poner el cuerpo en acción delante de la cámara. Jackass 3D no quiere ser manifiesto de nada pero si lo fuera, sería uno en contra de la digitalización y de las estrellas del cine que utilizan dobles para no poner su cuerpo ni en riesgo ni en exhibición. Lo que se ve es lo que a ellos les sucede y no una simulación. Y lo que les sucede no es poca cosa. Jackass 3D tiene una estética y una ética, la del realismo. Es uno de los detalles más emocionantes del grupo el compromiso no explícito (explicitarlo sería de una solemnidad intolerable) de aceptar cualquier cosa y de no enojarse cuando algo inesperado y desagradable sucede. Si el travelling es una cuestión moral, “The Rocky” y “High Five” (una mano gigante que aparece de la nada y apalea a un desprevenido) también lo son. Los jackass ponen el cuerpo y se bancan lo que sea.” Y agrega: “Si quieren discutir con este texto, adelante. Debe tener más de un punto débil para atacar”. Todos los puntos son débiles: “hacer algo extraordinario delante de una cámara” no es un argumento estético (y si incluye inducida violencia real no es argumento de ningún tipo…), ni “es notable que los segmentos menos felices sean las cámaras sorpresas que implican otro tipo de ideología y de estética”: la “libertad” de autoflagelarse en cámara es algo discutible, pero no por una cuestión de “mal gusto” (ya sabemos que el juicio estético es relativo), sino porque “poner el cuerpo” no implica necesariamente algo loable en sí (sin atender al sentido social de la acción). Y ese es el pecado original del argumento “estético”: por un lado se insiste en que “Jackass no quiere ser manifiesto de nada”, para inmediatamente después agregar “pero si lo fuera, sería uno en contra de la digitalización”, etc. “Lo que se ve es lo que a ellos les sucede y no una simulación. Y lo que les sucede no es poca cosa”, aclara Noriega, como si fuera una hazaña enmierdarse. “Jackass tiene una estética y una ética, la del realismo”, concluye, en una lectura totalmente arbitraria y facilista de los problemas del “realismo” cinematográfico (Bazin -cuyos análisis “ontológicos” nunca pierden de vista lo histórico- se debe estar removiendo en su tumba). Para poner un contraejemplo ejemplo claro: Jackass es el anti-Saló, ese gran film de Pasolini sobre el fascismo como biopoder, como despliegue íntimo (algo que el gran cine italiano ha retratado con lucidez, de El conformista a Vincere). En Saló Pasolini hace su crítica final al “realismo” (entregándole al sistema un film imposible de ser reducido a sexplotation): todo lo contrario de los críticos que abusan del bazinismo para justificar la gozosa violencia de una mirada amoral. O que simplemente juegan a mezclar e invertir los términos, para ver una crítica donde no la hay. “Tati de blooper”, la llama Juan Manuel Domínguez en El Amante: “la Capilla Sixtina de un estado de gracia que sacrifica el cuerpo sin mirar nunca atrás” dice, como si hablara de La pasión de Cristo de Mel Gibson (una película cuyo abierto sadismo al menos es culposo). Y Domínguez sigue con las metáforas hasta llegar a “los suicidios más largos de la historia del cine”, sin ver que es más bien la historia del cine la que parece suicidarse en películas como esta. Pero por suerte Jackass no es la culminación del desenvolvimiento del espíritu hegeliano, aunque se acerca bastante como “el summum de una cultura chatarra que sólo puede generar Estados Unidos”. Sin embargo, Domínguez parece no entender que no hay ironía ni distanciamiento en esa montaña de basura que nos arroja Jackass: No es una crítica a la estupidez, sino la estupidez misma. Es como si el crítico no viera lo que él mismo enuncia con claridad (o que no le importe, y se entregue a un gozoso nihilismo): “reconocemos un ambiente de trabajo absurdo sobre el cual reina otro factor: todo vale, en cualquier momento”. Jackass es la absurda glorificación de una autodestrucción “liberada” a sus propias fuerzas. Y que algunos críticos la asuman como tal no son buenas noticias para el cine.
1. Alguna vez habrá que volver a discutir el sentido de la expresión “obra maestra”. Aunque creo en él (es decir: defiendo su necesariedad, contra el dictum artaudiano de “acabar con las obras maestras”), creo que no es lo suficientemente claro (¿es maestra la obra o el autor? ¿Y es maestra en sí misma o frente a una obra más vasta, incluso más allá del autor?). Porque si la palabra “obra” tiene no pocos sentidos, no menos tiene el término “maestra” (¿es una “llave maestra” para entender la obra? ¿O es “maestra” más allá de sí misma, e incluso más allá de una serie o de un arte?). Pensé en todo esto (y algunas cosas más que trataré de ir desgranando a continuación, sin voluntad de exhaustividad), al ver Las acacias, un film que ha sido alabado en todo el mundo y al que sin embargo nadie le ha endilgado ese mote, que de algún modo merece. Al menos en otro sentido del término, que haría hincapié en la “maestría” para denotar la capacidad de una obra para enseñar (es decir, para mostrar, demostrar, e impartir) la lección que a su vez ha aprendido. 2. Como cualquier espectador, entré al cine con el común conocimiento de lo que iba a ver (gracias a lo que la crítica y la publicidad destacan): se trata de un pequeño y entrañable film argentino que obtuvo premios en cuanto festival se presentó (empezando por el canónico y canonizante festival de Cannes). La sala estaba felizmente repleta, y el público respondió como debe hacerlo en todas partes: con risas y emoción, a la vez que con la certeza final de estar ante una obra de arte. Que más se puede pedir, cuando una película reconcilia esos mundos, aparentemente tan distantes, de lo culto y lo popular (sin que lo culto sea elitista ni lo popular meramente masivo). El problema es que el triunfo de Las acacias es una suerte de victoria pírrica: no sólo porque legitima un mainstream del cine independiente (lo que llamo “international style”, y cuyas características he discutido en otras notas y debates) que en su pequeño circuito no es menos asfixiante para películas que intenten salir de esa norma, sino porque tampoco está tan lejos de ese enemigo mayor (el cine mainstream que sigue los dictados de Hollywood), su uno logra atisbar en las entrelíneas de esa forma “maestra” que oculta un contenido trillado. Las acacias es en ese sentido un perfecto “caballo de troya”, y no es extraña entonces su predestinación de “obra maestra”. No queremos decir con esto que la película haya sido minuciosamente pensada en función de ese sistema de legitimación (inexpugnable cuando logra aunar crítica, festivales y público), sino que refleja con extraordinaria sencillez sus postulados, como sin los asumiera de un modo natural. Esa cualidad es paradójicamente lo más inquietante, porque demuestra las determinaciones de la forma en una época determinada (en este caso, un retorno a lo más conservador del clasicismo a través de una posmoderna oxigenación de sus formas). Aunque sólo sea por eso, Las acacias es ya un film insoslayable para cualquier historiador futuro. 3. Las acacias del título son lo primero que vemos, y las vemos de algún modo por última vez. Segundos después están siendo aserradas, convertidas en esa carga que el protagonista debe llevar. Sólo eso, porque las acacias son, naturalmente, un McGuffin (una excusa para motorizar la acción). Por eso no es casual que titulen una película tan consciente de su público, de un público que va a ser transportado por la película como esos árboles que han empezado a dejar de serlo… Ese devenir (en el que el camión es casi una extensión del camionero) está en el corazón de Las acacias. Recordemos que antes de que alguien pensara siquiera en llamar “road movie” a cierto tipo de films, Hollywood nos enseñó que el cine es movimiento. El cine es un medio de locomoción: al principio caballos y trenes (el inicio es un western), luego el automóvil, claro, ese otro gran invento del siglo XX. Para no salir de los camiones, podemos mencionar al menos dos películas clave: Le salair du peur (no en vano retomada por Friedkin en una remake extemporánea que acabó con su carrera) y Duel (no en vano un perfecto vehículo para motorizar la carrera de Spielberg). Si ambas películas jugaban con el suspenso, Las acacias lo desestima de entrada, aunque su recto camino (incluido su “happy end”) es tan previsible como el de cualquier film de Hollywood. Y es que sólo los grandes films clásicos de Hollywood logran hacer de esa necesariedad una virtud. Esa es una de las lecciones que Las acacias se complace en repetir. 4. A ese “guión de hierro” que imponen los caminos (al menos los trillados) Las acacias lo compensa con los mohines de un bebé. Es decir, con otro viejo y potente recurso del cine: el efecto Kuleschov (que descubrió que el peso de la actuación estaba –como todo– en el montaje). Porque el centro de gravedad del film –en todo sentido– recae en su actor principal (Germán Da Silva), en cuyos laboriosos contraplanos el público encuentra el reflejo para su propia reacción (incluso hacia el mismo film): de la desconfianza a la identificación. No es casual entonces que el camionero conduzca el punto de vista del film, y que su aprendizaje –como el del público– consista en recordar lo que aparentemente había olvidado: cómo asumir el clasicismo –en su versión más paternalista- más allá de su crisis. No en vano el centro narrativo del film es una paternidad culposa (con la mujer como vehículo para la elusiva relación entre el hombre y un hijo fantasmático). La elisión es, claro, uno de los mecanismos clave del “international style”: historias mínimas cuya tensión se asienta en lo no dicho, sobre todo porque la explicitación devolvería ese elidido centro a la nada misma, o –pero aun– a algo inconfesable. (Podría hacerse el ejercicio –seguramente repetido a la inversa por muchos guionistas, que van quitando capas de información- de reponer esa información no dada, para ver hasta donde es lo “reprimido” lo que sostiene una trama de lo contrario débil, inverosímil, o simplemente reaccionaria). 5. El hombre solitario y parco es un personaje prototípico del NCA. Pero aquí deja de lado la sordidez habitual (como en los films de Alonso) y asumiendo su “falta” (con una pizca de la bonhomía de los personajes de Sorín) reencuentra la afectividad perdida (es decir: encuentra al fin cierta felicidad en esa familia que en otros films suele ser ausente o disfuncional). Y es que Las acacias, finalmente, no sólo reconcilia con su cándido humanismo a los espectadores consigo mismos: también encuentra una síntesis virtuosa para un NCA al que asiduamente se suele criticar por su desangelada “frialdad” (cuando su problema es más bien que ese distanciamiento es vacuo). En ese sentido, Las acacias puede por fin –para volver al inicio- ser considerado una obra “maestra”, como no lo fue (pese a las abundantes muletas críticas) Historias extraordinarias: pues se trata sin duda de una película que señala (como un padre orgullosamente fértil) un camino a seguir. Aunque sea a costa de la propia particularidad (es decir: de su contexto y sus motivaciones): Las acacias podría transcurrir en cualquier parte, y no sería raro que tuviera una remake hollywoodense (con algo más de acción, claro, aunque con el mismo final feliz).
Como pasó hace unos años con Historias extraordinarias, este año El estudiante es saludada por muchos críticos como una renovación de ese Nuevo Cine Argentino que ellos mismos canonizaron: y en cierto modo ambas películas proponen esa lectura, al ir contra todos los tópicos del NCA, de los que ahora se reniega ante su evidente agotamiento. Pero el modo en que el film los elude no es menos paradójico que esa acrítica recepción crítica. Veamos: 1) Si la película de Llinás remitía a una genealogía literaria y teatral antes que cinematográfica, El estudiante propone una conexión con el paradigma clásico del cine de Hollywood (que no es lo mismo que el paradigma del cine clásico de Hollywood…). Esa diferencia formal no rehuye sin embargo una cercanía que (incluida la colaboración autoral de ambos directores) permite las efusiones canonizadoras: si Llinás se proponía hacer implosionar las formas “mínimas” del NCA, Mitre propone implosionar sus “mínimos” temas (así, por ejemplo, la languidez y la parquedad habituales dejan paso a una vitalidad y verbosidad que antes parecían prohibidas). El resultado es ciertamente notable (como toda implosión), pero a la vez deja la sensación de que sólo reemplaza un mundo cerrado por otro (en ese sentido, no es casual que el film narre la entrada a un círculo áulico). 2) El estudiante se entrega a la exploración de un mundo cerrado asumiendo el punto de vista de un protagonista que viene de afuera. Pero esa abstracción sólo habla de la propia mirada, de aquello que es visto como ajeno: en este caso, el mundo de la política (según el sentido común dominante que la reduce a su expresión más maquiavélica: la “rosca”). La omnisciente voz en off funciona así reponiendo el punto de vista “externo” que sostiene la película: así, luego de una enumeración (parcial e inevitablemente ideológica) que se asume redundante, el narrador resume esa pragmática serialidad con un “…en suma, la política”. 3) “La política” se convierte entonces en puro tema (“nuevo” sólo para el NCA): se trata pues de un film sobre la política, más que de un film político (es decir: que asumiera lo político como dimensión de lo humano más que como historia extraordinaria…). Por eso El estudiante no intenta salir del mecanismo formal de la lucha por el poder, estructurada como novela de aprendizaje (una especie de Wall Street argenta, sostenida en el mismo pacto faústico). Se entiende entonces porque hasta ahora ese mundo quedaba afuera del registro del NCA: “la política” aparece como territorio contaminado del que no se puede salir limpio, algo que es en sí toda una declaración (anti)política. 4) El estudiante es la política según El príncipe: el pragmatismo de la lucha por conservar y aumentar el poder. Acevedo aplica las máximas de Maquiavelo o del Manual de conducción política de Perón, mientras que su discípulo hace su aprendizaje por fuera de los libros, como si en ese abandono se cifrara también la clave de una dicotomía que intenta resolver sin suerte el giro final, de la pragmática a la ética (sin que nada explique el viraje final del personaje). 5) Al “aislar la política de su coyuntura” (como ha declarado el director en alguna entrevista) esa mirada abstracta le impide la vocación (clara en el mismo film) de funcionar como metáfora mayor del país, desde el momento en que, por ejemplo, elude el “problema” del peronismo (sin dejar de citarlo lateralmente, con la conciencia de una falta): un notable acto de prestidigitación, siendo su mundo tan concreto (¡es como hacer una película sobre el cine argentino y no hablar del INCAA!). De hecho, todas las menciones “historicas” (a Lisandro de la Torre, etc.) no hacen sino aislarlas de lo político (para invocar un “honor” irremediablemente perdido, que el gesto final trata inexplicablemente de reparar). Como si eso fuera posible en la “realidad” (esa que su realismo impenitente evoca), a la que termina traicionando (y en esto es consecuente, como no lo es su protagonista): la realidad siempre es política por definición (salvo en las películas que se abstraen de ella, hasta cuando pretenden sumergirse en “las heladas aguas del cálculo egoísta”). 6) Más que con Dar la cara (una película con la cual se la ha relacionado por su ambiente universitario) habría que comparar El estudiante con Los traidores: no sólo porque también va a ser leída en el futuro como manifiesto de un clima epocal (ya son notables las lecturas que se hacen de ella desde el kirchnerismo), sino por su notable insistencia en el tema de la traición (tal vez lo único que une ambas películas, como solitario ejemplo de perspicacia, en un país que ha hecho del “tema del traidor y del héroe” toda una secreta mitología). Pero si en el film de Gleyzer la pragmática se volvía una ética discutible (la pública defensa del crimen político), en el de Mitre la ética queda presa de su discutible pragmática (la íntima recusación de la política como crimen).
1. Entre la segunda película de Ridley Scott y la última han pasado más que treinta años: la distancias entre Alien y Prometeo deja ver con claridad el paso del clasicismo a la posmodernidad: Del mundo cerrado amenazado por una fuerza exterior que amenazaba destruirlo (no en vano la nave “Nóstromo” tenía el nombre de una clásica novela de Conrad) al compendio abrumado de citas y fuentes (la película-nave “Prometeo” como robo a los dioses clásicos). De la “marca” a la explotación de “franquicias” (del cruce genérico de Alien a la hibridación de temas sci-fi sin ton ni son). Prometeo quiere ser un film sobre todo y termina siendo una nadería oculta bajo su grandilocuencia, un gran espectáculo vacío que ni siquiera sabe hacerse cargo de su historia (ni la del film, ni la de su venerable antecesor). Si Alien era un film materialista (la corporación no era menos monstruosa que ese organismo de perfección letal), Prometeo pretende una metafísica efectista (cadenas de adn destruyéndose como naves más allá de Orión) para terminar en un credo reducido a su pura exterioridad (el crucifijo como amuleto intergaláctico), angustiado o cínico ante su propia fatuidad. No es de extrañar entonces que su verdadero protagonista (como la película misma asume desde el inicio) sea un robot. 2. A diferencia de la saga Alien, en Prometeo el robot (un “replicante” perfecto) no representa ya el frío cálculo egoísta (como agente de la corporación que consideraba a la tripulación “sacrificable” a sus intereses), sino la evolución misma de lo humano en su búsqueda de la perfección (por eso su obsesión con un Lawrence de Arabia que representa lo humano llevado a su límite: saber atravesar el dolor y el desierto). De hecho el robot, nada curiosamente, es el personaje más desarrollado (el que más capas de humanidad porta), algo que ya sucedía en 2001. Pero si el tema de Kubrick era la inhumanidad (el hombre convertido en máquina, la máquina convertida en hombre), en Scott sólo se trata de lo maquinal en sí (empezando por filmar maquinalmente, claro). Como si fuera él mismo un replicante, lo que viene desarrollando desde Blade Runner (una película que Kubrick pudo envidiar) es un cine sin alma. Pero siendo un realizador de dos clásicos modernos del género, Prometeo marca algo más que la constatación del agotamiento personal de un director: Scott es el robot perfecto de la corporación. 3. Lawrence de Arabia (el film de Lean en el que el robot busca su inspiración) es en ese sentido el modelo imposible para la máquina cinéfila (el robot, pero también el film): Prometeo no puede hacer más que repetir, sin crear. Lo que es una gran ironía para una película que pretende hablar del origen de todo, pero cuya escena más recordable consiste es un aborto (realizado por otra máquina, por supuesto). Si Lean (y todo el cine clásico) era un constructor de mundos, Scott (y su película) no hacen más que rendirse ante la destrucción. Si algo queda claro después de ver Prometeo es que no alcanza con aferrarse a un amuleto.
1. Si El estudiante intentaba mixturar los métodos contrapuestos de Llinás y Trapero (que condensan los elogiados caminos del mainstream-independiente), de los que los directores de la productora “La unión de los ríos” se reconocen deudores, Los salvajes marca otra vuelta de tuerca en esa condensación de tradiciones: en ella se encuentran finalmente lo popular con el modernismo. Pero esa bienvenida y compleja búsqueda (clave para pensar los problemas del cine pos-moderno) da una vez más un resultado reaccionario (es decir, une miserabilismo y esteticismo). De hecho, tal vez se podría decir –ayudados por su misma desmesura– que es una de las películas más reaccionarias del Nuevo Cine Argentino (incluido el de los ’60), ya que señala la clausura conservadora de su fallida revisión de la tradición. Porque Fadel no reniega de lo “popular” (así como no se priva de citar a Favio, Buñuel o Rossellini), pero justamente la distancia entre sus modelos y su modelización es lo que marca sus límites. Porque lo que en esa tradición estaba vivo aquí se convierte en mera repetición: en rito sin mito de origen. 2. No hay que olvidar que el cine se ha acercado al Mito con mayor rigor cuando no se aleja demasiado de la Historia (o cuando se deja atravesar por sus sublimados fulgores): el peronismo en Favio o la historia universal en Rossellini (y podríamos agregar: el marxismo en Pasolini, que nada curiosamente falta entre las citas de Fadel). Pero nada hay en Los salvajes de –cinematográficamente hablando– amor o entrega a su objeto. Los planos son tan distantes (hasta en los arrebatos de sexualidad) como los de las ahistóricas películas de Alonso, pero sin siquiera tener su curiosidad entomológica (lo que los hace al menos más honestos). Lo único que parece guiar cada plano de Los salvajes es su inmanente esteticismo: los personajes son sólo figuras (más estereotípicas que arquetípicas) a través de las cuales el autor pone en escena su refinada visión del salvajismo. Por lo que –digámoslo de una vez, ya que salta a la vista– no hay nada salvaje en Los salvajes. Se trata –una vez más– de la barbarie tal como la define la civilización, sólo que en este caso el autor no la “condena” sino que se entrega a su fascinación (gesto nada nuevo tampoco, que entre nosotros se remonta al Facundo). No en vano esa mirada “extranjera” se asimila a la que de lo latinoamericano tiene Europa: una domesticada visión de lo salvaje. 3. Detengámonos en tres escenas clave. En principio, Fadel no escapa a repetir una escena ya canónica en este tipo de films: la matanza de un animal. (de hecho podría hacerse un análisis de cómo funcionan esa escenas en cada film -Los muertos, La rabia, etc-, aunque finalmente todas apunten a lo mismo: sublimar lo “real” en estado puro –asumiendo la muerte como punto límite–, permitiéndose aquello que la civilizada corrección política –primermundista– suele enmascarar: la propia violencia sobre el otro). En este caso, la brutalidad de la escena encuentra su sentido (más místico que naturalista) en el uso de la piel por uno de los salvajes: y ese primitivismo disfrazado de ritual metaforiza de algún modo toda la película (no en vano ocurre casi al final, en el clímax), ya que podría decirse que el film es una oveja con piel de lobo: no sólo no se eleva nunca a su declamado misticismo, sino que se hunde en un materialismo poco trascendente (del que no puede sacarlo ni siquiera ese inútil ejercicio de crueldad). De hecho la película no nos ahorra metáforas, como cuando uno de los salvajes mea una biblioteca. Por supuesto que esa metáfora (ese invertido odio de clase, que no osa decir su nombre) es a la vez otra disfrazada literalidad, y ese vaivén entre lo mundano y lo (in)trascendente dibuja también el arco de todo el film, que termina más cerca de lo pedestre que de lo celeste (porque tampoco alcanza con quemarse en una especie de acto de fe final). Y no se trata de un problema de guión (como algunos críticos proponen en su defensa), sino de concepción: se trata de una “moderna” oda al primitivismo. En ese sentido, tal vez el momento (o el cuadro) definitivo sea el de uno de los salvajes respirando pegamento boca arriba semisumergido en una laguna, con ecos pictóricos de la Ofelia prerrafaelista. En Pasolini (como en Buñuel) esa escena hubiera tenido un ligero aire de subversión paródica, pero en Los salvajes adopta -como todo- una gravedad mortecina, como si su vicaria belleza ocultara una declamada trascendencia que nunca nos es revelada.
Asombrado por las interminables lecturas blancas de Zero Dark Thirty, veo la película otra vez y vuelvo a asombrarme: más allá de su tramposa verosimilitud (como la de todo actualizado “realismo”), su punto de vista es tan poco sutil como el de Los boinas verdes de John Wayne. La diferencia es más ética que estética: la película pretende no enjuiciar –a los agentes norteamericanos, claro– y para eso recurre a un culposo distanciamiento–, pero no puede evitar dejar claro su ideología a cada paso (como cualquier film y cualquier crítica debieran asumir). ¿Por qué entonces algunas críticas son tan complacientes? Se trata de críticas “miméticas” que asumen –como el espectador ideal que la película se propone construir– el propio punto de vista del film. El problema es que en este caso se trata de una mirada “cómplice” en el peor sentido. Veamos: en la primera escena de la película, la agente Maya nos es presentada en su arribo a su primera acción: la “polémica” escena de tortura. En realidad son dos escenas, y en la distancia entre ellas se dibuja la construcción del punto de vista de Maya (con el que la película se identifica, es decir: aquel que se superpone con la mirada ofrecida al espectador). Al principio Maya es invitada a ver desde afuera (“no es vergüenza mirar por el monitor” le dice el torturador) pero Maya no quiere ser neutral, como demuestra un momento después cuando colabora en la tortura. (Ninguno lo hace con placer, claro: simplemente cumplen con su papel, del mismo modo en que nosotros “asistimos” a la escena.) Y si en la primera compartimos su malestar, en la segunda (cuando el torturado le pide ayuda y ella le dice que se ayude a sí mismo) compartimos su convicción (frente a esos “cobardes” que juegan golf en su oficina). Como declara sobre el final uno de los soldados que va a cumplir la misión –que Maya resume en “ustedes van a matar a Bin Laden por mí” –: “estoy aquí porque ella cree”. Ese es el fondo y la forma de Zero dark thirty: el triunfo de la voluntad… Una ética del trabajo bien hecho, que podrían envidiar Eichmann o Leni Riefenstahl (si no hubieran estado en el bando equivocado, claro…). Y que curiosamente reivindican algunos críticos cuando sólo pretenden ver la indudable pericia de Bigelow (como si lo ideológico fuera algo exterior al film, y no la misma condición de cualquier punto de vista). Para ello se basan casi exclusivamente en la escena final, en la que Maya derrama lágrimas ante la inocente pregunta “¿adonde nos dirigimos?”. Se puede discutir largamente sobre la interpretación de esta escena (como liberación de la “condición humana” del personaje, como asunción del costó de haber llegado hasta ahí…), o decir que Bigelow ya dio su respuesta (al dirigirse ahora a la triple frontera a filmar su propia Tropa de elite…), pero no hace falta salir de la película misma (eso que parece molestar a los críticos que la defienden, aunque inevitablemente lo hacen todo el tiempo al obviar que el film asume –explícitamente– su relación con la realidad). Porque la respuesta la da el mismo film: Maya nunca cambió, nunca fue un espectador pasivo… salvo para asumir como dogma la historia oficial (así como el film asume la potencia invisible del clasicismo): Zero Dark Thirty pide un espectador que se entregue sin resistirse (como dice el torturador: “todos lo hacen, es pura biología”)- En ese sentido, la película es (des)honesta desde el principio, porque nos prepara con la caída de las torres (el daño que debe ser reparado con la venganza, así como antes del asalto final sucede la muerte de la amiga), y al mismo tiempo lo hace dejando la imagen en negro: pero no se trata de clásica mesura (ya que inmediatamente después viene la escena de tortura), ni sólo de doble estándar (las muertes “propias” como las únicas que importan): se trata de que esa oscuridad justifica todo lo que vendrá (en el film y en la Historia…). Esa es el relato oficial norteamericano, que Bigelow no sólo no cuestiona, sino que asume desde el cartel inicial que habla de conocimiento de “primera mano” sobre los “hechos reales”. Todo lo contrario de lo que hace Michael Moore (aunque inicia del mismo modo Farenheit 9/11): porque para Moore se trata de demostrar la relación Bush – Bin Laden, y para Bigelow de mostrar a Bin Laden como el absoluto malo de la película… aunque nada curiosamente nunca llegue a mostrarlo). Nada de todo esto debería asombrarnos demasiado, visto que en ese 2001 se acabó el cuento posmoderno de “el fin de la Historia”. Lo que no deja de asombrar es que más de una década después cierta crítica siga aspirando a ese “ground zero” (algo que hasta la ciencia asumió como imposible), aunque es claro que –al menos para el arte– la posmodernidad no terminó. Y el cine contemporáneo sigue entregado a una errancia cuya apertura disfraza muchas veces un mero ahistoricismo, en oposición simétrica a ese clasicismo falsamente remozado que practican films como Zero Dark Thirty (o peor aún Argo, que perdimos de vista –aunque ganó su Oscar– gracias a los “excesos” de Bigelow), amparados ambos modelos en la misma crítica complaciente. A esas falsas formas del distanciamiento (en las antípodas de la desnaturalización brechtiana) se les aplica lo que hace ya casi cincuenta años planteaba Barthes en El grado cero de la escritura, en una época que no tenia miedo en llamar a las cosas por su nombre: “La escritura en su grado cero se quiere amodal; sería justo decir que se trata de una escritura de periodista si, precisamente, el periodismo no desarrollara por lo general formas optativas o imperativas (es decir, patéticas). La nueva escritura neutra se coloca en medio de esos gritos y de esos juicios sin participar de ellos; está hecha precisamente de su ausencia, pero es una ausencia total, no implica ningún refugio, ningún secreto; no se puede decir que sea una escritura impasible, es más bien una escritura inocente. (…) Si verdaderamente la escritura es neutra, si el lenguaje en vez de ser un acto molesto e indomable alcanza el estado de una ecuación pura sin más espesor que un álgebra frente al hueco del hombre, entonces la Literatura está vencida, la problemática humana descubierta y entregada sin color, y el escritor es, sin vueltas, un hombre honesto. Por desgracia, nada es más infiel que una escritura blanca”.