Simpática y desvergonzada, Green Book: Una amistad sin fronteras (Green Book, 2018) es una crowd-pleaser en la que un hombre negro y otro blanco deben viajar a lo largo del recalcitrante sur norteamericano de principios de los 60s, tolerar los prejuicios racistas, superar los propios y regresar a casa a tiempo para compartir la cena de Navidad. Hallmark solía pasar este tipo de película todo el tiempo.
La historia está supuestamente basada en hechos reales; ha sido escrita y producida por el hijo de uno de sus protagonistas, pero denunciada por la familia del otro. Trata sobre el histórico tour que el músico afroamericano Don Shirley (Mahershala Ali) dio a lo largo del sur norteamericano, escoltado por su chofer y guardaespaldas ítalo-americano Tony Lip (Viggo Mortensen). El título sale de una infame guía, escrita por un tal Green, diseñada “para dar al Negro información que le evite dificultades e inconvenientes y haga placentero su viaje”.
La trama es fácil de imaginar y aún más fácil de digerir. Esencialmente es una inversión de Conduciendo a Miss Daisy (Driving Miss Daisy, 1989), ahora con un chofer blanco enseñando humildad al pasajero negro. La novedad es que hay lecciones para aprender de ambos lados: Tony debe aprender a no ser racista, Don a reconectar con la comunidad que lo desprecia por cipayo. La película sigue el inviolable cronograma de un tren suizo, con paradas obligatorias en peleas circunstanciales y sus respectivas reconciliaciones.
Dirige Peter Farrelly, oriundo de la comedia grosera - Tonto y retonto (Dumb and Dumber, 1994), Loco por Mary (There’s Something About Mary, 1998) - junto a su hermano Bobby. Ésta es su primera película a solas y además “seria”, pero importa una marca inconfundible: el afecto incondicional tanto por los personajes como por sus falencias. No es gran material pero los actores lo hacen entretenido y hasta plausible, rozando la caricatura pero aferrándose a un núcleo de terca dignidad que vuelve humanos y entrañables a ambos.
Hay cierta astucia en la estrategia que tiene el guión de abordar el racismo de su protagonista blanco. El afable e irascible tano sobrevive el escrutinio del espectador porque sus prejuicios parecen estar más radicados en la ignorancia que en el odio. La honestidad con la que expresa sus prejuicios es la mitad del chiste; la otra mitad es el tutelaje condescendiente del músico, que tiene la paciencia de un adulto aleccionando a un niño. Dentro de todo, la película propone un arco de aprendizaje verosímil: lo que cambia a la gente es la educación.
A medida que se internan hacia el sur el viaje se vuelve más oscuro, aunque nunca tanto como debe haber sido en la época o incluso hoy. El absurdo del racismo resuena porque la mayoría de sus perpetradores lo practican per se, como una verdad triste pero irreconciliable que excede al individuo. El tono de la película es simpático pero demasiado complaciente para el tema que pretende tratar. Su información no es urgente ni quiere incomodar a nadie. Lo que quiere hacer es dejar a todos contentos. Es el tipo de obra idónea para presumir en los Óscar: amena y superficialmente preocupada por problemáticas sociales, pero demasiado complacida consigo misma para ahondar en ningún tema en gran profundidad.