Nominado a cinco premios Oscar, este auténtico crowd-pleaser narra la relación que se establece entre dos personajes opuestos (un sofisticado y rígido músico negro y un elemental chofer y guardaespaldas de origen italiano) durante un largo viaje por el sur profundo de los Estados Unidos en 1962. Una fábula contra el racismo narrada con fluidez y encanto, pero también con algo de cálculo y demagogia.
El Green Book era una guía usada por algunos conductores blancos para conocer los lugares donde disfrutar de unas vacaciones en el sur de los Estados Unidos sin conflictos (eufemismo para indicar los hoteles y restaurantes que no aceptaban a los negros en sus instalaciones) y muy especialmente destinada a los afroamericanos para saber donde era mejor no meterse porque no serían precisamente bienvenidos por los dueños y clientes. Y Green Book es el título de este crowd-pleaser atractivo y bienintencionado, pero también un poco obvio y previsible, que puede ganar uno o más premios Oscar dentro de diez días.
Alguna vez Peter Farrelly fue -trabajando a cuatro manos con su hermano Bobby- un realizador iracundo, incómodo, políticamente incorrecto dentro de las comedias “deformes”. Como por arte de magia y filmando ya en solitario, el codirector de Tonto y retonto, Loco por Mary y Amor ciego se convirtió en un profesional dócil, un artesano capaz de construir una película algo demagógica y didáctica, pero en varios pasajes también irresistible en sus dosis de humor y humanismo, como Green Book.
Estamos en 1962 -pico de la intolerancia en los Estados Unidos- y nos encontramos con dos personajes bien disímiles, en principio opuestos y hasta antagónicos, que (esto es Hollywood) terminarán construyendo esa “amistad sin fronteras” a la que alude el spoileador subtítulo de estreno en la Argentina. Si ya sabemos el qué, lo interesante del film será entonces conocer el por qué, y en ese viaje (porque Green Book es esencialmente una road-movie) descubriremos junto con ellos que las diferencias raciales, sociales y culturales son muchas veces construcciones o imposiciones ajenas.
Por un lado tenemos a Frank Anthony Vallelonga, un matón italiano del Bronx que Viggo Mortensen interpreta con indudable encanto, pero también con algunos excesos que lo dejan al borde del estereotipo, un tipo básico, algo torpe y bruto, pero de dignos principios y buen corazón; por el otro, a Don Shirley (el omnipresente en cine y TV Mahershala Ali, candidatazo a quedarse con el Oscar a mejor actor secundario), un eximio compositor e intérprete negro de música clásica y jazz tan distinguido como contenido, tan culto como despreciativo.
Shirley necesita un conductor y guardaespaldas que lo lleve desde su departamento ubicado sobre el prestigioso Carnegie Hall de Nueva York hasta sus múltiples destinos (el sur profundo no era por entonces un territorio particularmente propicio para un afroamericano) y Vallelonga se convertirá en su ángel de la guardia en una película de enredos, diálogos cargados de sentido, y metáforas y moralejas inspiracionales. Lo mejor del film, en ese sentido, es que en varios pasajes prefiere descansar en un humor zumbón en vez de caer en la bajada de línea aleccionadora.
Hay algo en el orden de las expectativas que disminuye un poco el impacto de Green Book. Probablemente vista fuera del contexto de “favorita al Oscar” estaríamos hablando de un film pequeño y bastante logrado que apunta a las emociones y a valores edificantes. Pero si uno tiene que ubicarlo entre lo mejor de 2018 ese lugar le queda indudablemente grande (bueno, hace casi tres décadas ganaba el Oscar principal Conduciendo a Miss Daisy). ¿Que tiene cierto rigor, cierta nobleza, cierta pericia y cierta eficacia? Sin dudas. Farrelly habrá perdido su capacidad de provocación, pero ha ganado en solidez como narrador. En ese sentido, Green Book no solo “se deja ver”, sino que también se puede disfrutar sin (demasiada) culpa.