Una road movie con tono de fábula
La historia de una improbable amistad entre un refinado pianista negro y un rudo patovica italoamericano cumple con todos los requisitos para congraciarse con los espectadores y, también, con los electores de los premios, incluido el Oscar.
Apenas horas después de su estreno mundial en el último Festival de Toronto, los medios especializados de Estados Unidos ya hablaban de Green Book como una de las fijas para la por entonces inminente temporada de premios, un pronóstico que los anuncios de las ternas de las diversas entidades que otorgan estatuillas durante el primer bimestre del año no hicieron más que validar. Ganadora del Globo de Oro a Mejor Comedia o Musical y con presencia en el rubro Mejor Película de los Bafta británicos –donde perdió, como casi siempre, frente a Roma– y los próximos Oscar, la historia de una improbable amistad entre un refinado pianista negro y un rudo patovica italoamericano a comienzos de la década del 60 cumple con todos y cada uno de los requisitos para congraciarse tanto con los electores como con los espectadores. A todos ellos contenta abrazando el manual de la corrección para entregar una de esas fábulas plena de buenas intenciones que aborda la segregación racial con un tono leve y amable.
Es cuanto menos llamativo que un director acostumbrado al escándalo y la provocación como Peter Farrelly sea el responsable de Green Book, pues cuesta imaginar una película más alejada del salvajismo y el zarpe de las comedias que realizó junto a su hermano Bobby durante los 90 y 00 (Tonto y Retonto, Irene, yo y mi otro yo, Pase libre) que ésta. Como si aquella etapa de su filmografía le resultara ajena, Farrelly va en busca del prestigio a caballo de esta reversión racial de Conduciendo a Miss Daisy y estructurada a la manera de road movie, ese subgénero de historias de viajes en ruta en la que los protagonistas mutan su forma de ver el mundo a medida que cambia el paisaje, al tiempo que se retroalimentan mutuamente. Claro que para que esa retroalimentación ocurra es necesario que cada uno tenga algo que el otro no: que de tan opuestos resulten complementarios. Y vaya si los protagonistas de Green Book –que para su lanzamiento local agrega el subtítulo Una amistad sin fronteras- lo son: modosito, silencioso, solitario y delicado en su habla y modales uno; recio, brabucón, familiero y charlatán el otro.
Todo arranca cuando a Tony “Lip” Vallelonga (un Viggo Mortensen especialmente engordado para la ocasión) le anuncian que el bar en el que trabaja como seguridad cerrará durante dos meses. El dinero escasea en la economía de esa familia amuchada en un departamento del Bronx, tal como demuestran un par de escenas deliberadamente volcadas a la comedia grotesca, en lo que podría ser la única huella del cine de Farrelly, y por lo tanto es necesario encontrar un ingreso extra para soportar la clausura. Un trabajo a priori sencillo como chofer y guardaespaldas de un prestigioso doctor asoma como la salvación. Pero hay dos problemas. El primero es que el doctor es, en realidad, un pianista llamado Don Shirley (Mahershala Ali, el actor afroamericano del momento) que necesita un conductor para una gira de dos meses por el sur de Estados Unidos; el segundo, y más importante, es que el hombre es negro. Y los negros no le caen del todo bien a Lip ni a casi nadie en el sur. La gira, entonces, como escenario de la transformación.
Nominada a cinco Oscar, entre ellos Actor principal y de Reparto para Mortensen y Ali, respectivamente, Green Book hace de la transparencia su principal cable de conexión con el público. Transparente es su relato tan predecible como fluido, así como también una mirada inocente, carente de subrayados y alejada de la denuncia burda y bienpensante sobre la segregación. Farrelly muestra diversas situaciones cotidianas de discriminación con el mismo perfil bajo con que Don acepta usar baños diferenciados o dormir en pocilgas por no ser aceptado en hoteles de mayor confort, para indignación de un Lip que, oh sorpresa, descubrirá que el negro es un tipazo. Lentamente irá empatizando y aprendiendo con –y sobre– ese hombre ajeno a las costumbres de “su gente”, como le remarca una y otra vez durante las charlas, mientras Don se nutrirá del “saber hacer” callejero de su chofer. No parece casual que las últimas postas del viaje coincidan con las vísperas de Nochebuena. A fin de cuentas, Green Book utiliza al racismo con excusa argumental para una película navideña en la que triunfa la conciliación y la paz. Quien quiera un posicionamiento político potente, agitador e incómodo sobre el tema, mejor que vea El infiltrado del KKKlan, de Spike Lee.