Desde un comienzo, Green Book: una amistad sin fronteras (ay, ese subtítulo) se declara sin inhibiciones como un filme moral –y verídico– en torno al racismo, amenazando con la intolerancia del mensaje: el italoamericano Tony Lip (Viggo Mortensen en modo Robert De Niro) se gana la vida como fortachón a sueldo hasta que se le encomienda una tarea sutilmente arriesgada que pone en juego su aversión racial: conducir y cuidar al pianista Don Shirley (Mahershala Ali, encantador en su labor) durante una gira musical que atraviesa las localidades más conservadoras del sur estadounidense en la tan violenta como liberadora década de 1960.
El número de suspicacia-que-muta-en-afecto está servido, aunque la reluctancia es mutua: sucede que Dr. Shirley es un artista aristocrático de la excentricidad de un Sun Ra que ha debido acomodarse a los estándares discográficos dejando de lado la interpretación prodigia de Beethoven y Liszt para devenir concertista de jazz.
Así, el filme de Peter Farrelly (mitad de la hermandad consanguínea que legó Tonto y retonto y Loco por Mary) opone al dilema de piel un conflicto inverso entre baja y alta cultura: el agredido Shirley es un esnob redomado que desprecia la dicción de Lip, su hábito de comer pollo con las manos, incluso la música negra radial que suena en el auto (Little Richard, Aretha Franklin). “¡Es tu gente!”, le recrimina Lip al protegido elitista, que carga con su ilustración no sin dilemas: “Si no soy lo suficientemente negro ni lo suficientemente blanco, entonces ¿quién soy?”, se lamenta el artista desencajado bajo la lluvia en la escena más oscarizable de la cinta (que aspira a cinco estatuillas).
Ese contrapunto simpático activado por este Michael Jackson de cámara (que aprenderá su lección al descender al abismo de un show de taberna) redime a Green Book de los subrayados a lo Historias cruzadas o Talentos ocultos en los que trastabilla, a la vez que Farrelly evita cruzarse a la vereda de la incorrección cuando cuenta con elementos de sobra para hacerlo. El tono elegido es más bien melancólico, y es con ese corazón de comedia simplona, de buddy movie querendona que Farrelly propone un placebo de dos horas para dirimir un mal endémico. Al fin y al cabo la superación de las diferencias es una empresa tan errática y constante como la de conservar una amistad.