Concierto a cuatro manos
En Green Book, un pianista afroamericano y un chofer casi xenófobo se internan por las ciudades del sur estadounidense buscando su redención.
Imaginen a Viggo Mortensen en plan argento, pero sin mate ni casaca de San Lorenzo. Bueno, casi. El Tony Vallelonga (alias Tony Lip, lip de labio, por lo hablador) que compuso en Green Book es lo más cercano a un porteño que llegó a la pantalla grande de Hollywood. Viggo tomó por el atajo más conocido para interpretar a un ítaloamericano medio cabeza hueca y bastante elemental, y el resultado es tan glorioso como atípico para su carrera. Pongan enfrente al culto y sofisticado afroamericano Dr. Don Shirley (Mahershala Ali) y tenemos una buddie movie con mucho de road movie, que puede arrasar con alguno de los cinco premios Oscar a los que está nominada. Pero el debut solista de Peter Farrelly (Loco por Mary, Tonto y retonto) está lleno de matices, no siempre acertados.
Más que sugerir, Green Book es una película llena de denotaciones. El título refiere a la lista de bares y hoteles en donde la gente de color tenía permitido detenerse en el largo y ancho mapa de los Estados Unidos. Después, la película se explaya sobre un hecho particular en la vida de Tony Vallelonga, un personaje que existió y hasta tuvo apariciones en Goodfellas y The Sopranos. Fallecido en 2013, su hijo Nick coescribió y produjo Green Book, una suerte de comedia con mensaje. Es en esto último donde el film se vuelve un poco tedioso, desenvainando prejuicios que a cada momento refuta el sentido común. Hay un juego permanente al filo de lo burdo (un juego que Farrelly conoce bien) salpicado de retratos de xenofobia, de lo que eran los Estados Unidos previo al surgimiento de los movimientos por los derechos civiles. Pero en el fondo, Green Book es un film sobre la amistad, y lo logra de manera casi conmovedora.
Es 1962 y Tony Lip es el jefe de seguridad de un boliche nocturno del Bronx. Cuando el Copa cierra, Tony está tentado de agarrar trabajos con la mafia para sostener a su familia. Entonces surge el llamado del Dr. Shirley, un pianista sofisticado y exótico, que requiere de sus servicios para hacer una gira por el sur norteamericano. El trabajo que le ofrece es simple: ser su chofer y poner mano dura en los inevitables momentos de tensión que habrá durante la gira –más o menos lo que hacía en el Copa–. Pero Tony deberá lidiar con su racismo de barrio antes de tomar el encargo. Y lo que la película dúctilmente narra es el desmenuzamiento de su racismo, el modo gradual en que se irá deshilachando a medida que transcurre la gira por las ciudades.
Si el tono narrativo se focaliza en la figura de Vallelonga, el encanto y la potencia van por el lado de Dr. Shirley. Hay algo cómico en su forzada estampa de gentleman, en las miradas de asombro que genera tanto en el norte libre como en el sur prejuicioso. Educado musicalmente en Viena desde su niñez, Shirley pretende tocar música clásica cuando lo que todos los mánagers le piden es soul y R&B. Shirley es un quijote, alguien que va contra viento y marea, arremete hacia todos los tabúes, y para ello necesita realizarse como músico y persona interpretando sus piezas en las hostiles ciudades del sur. La suya es una odisea abierta a la denigración. Le negarán un baño tras un concierto en una deslumbrante mansión, le negarán su derecho a comprarse un traje nuevo en una tienda. Shirley no es inmune al despecho, pero seguirá adelante con su misión. Podrá evitar ser golpeado gracias a Tony Lip, pero nada le quitará la deshonra.
El Shirley de Peter Farrelly (quién sabe si el de la vida real) no se priva de nada, ni siquiera de buscar sexo con un hombre blanco en los baños de una piscina techada. En la bravura de ese hombre que ni siquiera se quitará el esmoquin para desayunar está el atractivo del film. En eso y en su contraste absoluto con Tony, a quien le dictará líneas poéticas para mandarle cartas a su esposa, preocupada mujer ítaloamericana.
Hay algo de mundo dado vuelta en la interacción de los personajes. Tony aleccionará a Shirley sobre la grandeza del pollo frito de los barrios negros, el jazz y Aretha Franklin. El pianista, por su parte, mostrará una sonrisa fingida a los públicos del sur, para quienes Shirley es más una rareza que un pianista de nivel internacional. Y su tendencia autodestructiva, su abuso del alcohol, sus paseos por sitios ajenos al libro verde serán redimidos por Tony, cuya universidad de la calle le dictará líneas aleccionadoras como, “El mundo está lleno de gente solitaria que teme dar el primer paso”. Tampoco falta la ocasional cita de Mortensen a San Lorenzo. En algún momento su personaje menciona a Larry The Crow. Es un cuervo que apareció lastimado cerca del set de filmación, y que Viggo trató en vano de curar.
Farrelly también tomó inteligentes decisiones estéticas. Viggo Mortensen debió engordar 20 kilos (o ese es el dicho) para personificar al pesado Tony Lip y Mahershala Ali es un maestro de la expresión, un don que le permitió manifestar las complejidades del personaje (y que le valió el premio BAFTA a mejor actor secundario). Las escenas rodadas en Nueva York muestran una paleta de colores azules y verdes pronunciados, con reminiscencias a los cuadros de Edward Hopper, y las escenas diurnas rodadas en el sur, con énfasis en el dramatismo y el horizonte, remiten a la fotografía de Robert Adams o a la del propio Robert Frank.
Green Book no es una película memorable. Quién sabe siquiera si podría catalogársela de buena película. Pero es un interesante ejercicio sobre la amistad y la redención, hecho de manera casi perfecta. Y en consecuencia resulta un gran entretenimiento. Para muchos, con eso alcanza.