Contemplar tiempo y contexto resulta imprescindible para comprender porque Hollywood responde a ciertos recursos temáticos cada vez que quiere políticamente congeniarse con una mirada más pluralista y en constante apertura. La industria suele lavar sus propias culpas y redimir minorías, a tono con la necesidad del relato contemporáneo. A costa de ceder calidad en el producto, la meca del cine ha reflexionado sobre los males que afectan a su sociedad durante el último siglo, mediante films prescindibles.
En la reciente premiación anual de la industria (Oscar y Golden Globes), novedades de dudable calidad fueron incluidas, entre las que se encontraban la reivindicación de las minorías orientales (“Locamente Millonarios”) o la superación de las barreras raciales (“Green Book”). No es extraño que a los popes de la Academia les encante premiar este tipo de propuestas, validando de la forma más rudimentaria una causa social que merece un tipo de abordaje más sutil. Bajo tales condiciones, “Green Book” se muestra como un ejemplar esquemático y previsible de lo políticamente correcto, seguro de ser premiados y validados, funcional a un relato que dilapida calidad en pos de convertirse en un instrumento aleccionador.
“Green Book” pretende ser una fábula contra el racismo, apelando a la seguridad discursiva que otorgan el cálculo y la demagogia de toda propuesta políticamente correcta. Validando dicha configuración narrativa, lo predecible se vuelve solemne y la denuncia racial más rudimentaria nos retrotrae a tiempos más esquematizados y menos laxos. Dirigida por Peter Farrelly, el guion fue escrito por el hijo del protagonista de esta historia, Nick Vallelonga, y basado, a su vez, en el famoso “Libro Verde del Motorista Negro”, una guía anual viajera para los excursionistas afroamericanos.
Originado y publicado por el afroamericano y cartero de la ciudad de Nueva York, Victor Hugo Green, fue publicado de 1936 a 1966, durante la nefasta era de las leyes xenófobas de Jim Crow, tiempos de discriminación generalizada y, a menudo, legalmente prescrita contra los afroamericanos. En tiempos donde la pobreza limitaba la propiedad de automóviles a ciudadanos negros, la emergente clase media afroamericana que se desplazaba en vehículos enfrentó una variedad de considerables peligros e inconvenientes a lo largo del camino, desde el rechazo de alojamiento hasta el arresto arbitrario. En respuesta, Green escribió su guía de servicios y lugares ‘permitidos’ para los afroamericanos, y finalmente amplió su cobertura desde el área de Nueva York a gran parte de América del Norte.
En aquella época, los estadounidenses negros comenzaron a conducir sus propios móvlies, en parte para evitar la segregación en el transporte público. Paralelamente, los afroamericanos empleados como atletas o artistas también viajaban con frecuencia por motivos laborales, enfrentando hostilidades de una precariedad retrógrada y sufriendo amenazas de violencia física y expulsión forzosa de “pueblos solo para blancos”. Para comprobar semejante vejación, bastaría leer la novela 1.280 almas, de Jim Thompson. En su comienzo, la misma hace mención a un cartel colgante ubicado en la entrada de un pequeño pueblo perdido en la inmensidad de la América Profunda. Dicho cartel rezaba que en aquel lugar (del cual no se menciona su nombre) viven 1280 personas, exceptuando los negros. Así de crudo.
Green fundó y publicó el Libro Verde para evitar tales problemáticas, compilando recursos “para dar al viajero negro un instrumento que eluda la vergüenza y haga su viaje más agradable” (Kathleen Franz (2011) en “African-Americans Take to the Open Road”), siendo estas las principales aristas que el director de “Loco por Mary” (1998) retoma para llevar a la gran pantalla con motivo de testimoniar una valiosa lucha por la igualdad de derechos humanos. Con reminiscencias a la también premiada “Crash” (Paul Haggis, 2005) el relato peca de inocencia, al valerse -en pos de validar su mensaje- de previsibles y lacrimógenas secuencias que remarcan, por demás, aquello que podría haberse dado a entender de modo más subliminal y enriquecedor.
La película gana en calidad cuando bucea en la luminosa humanidad de sus dos protagonistas, convirtiendo a “Green Book” en una boddymovieontheroad a medida que el dúo se desplaza por carreteras y caminos a lo largo de una gira por el sur de los Estados Unidos. En 1962 la nación se encuentra socialmente escindida. En medio de un panorama de profunda intolerancia y desigualdad racial, la raza negra vive subyugada por la marginación y la persecución constante.
Bajo este marco se inserta este improbable dúo amistoso, haciendo hincapié en los estereotipos hiper-marcados que prefiguran al talentoso y delicado pianista afroamericano como una antítesis del chofer a quien contrata: un rudo y conservador italoamericano que posee todos los clichés que revisten a su grotesca machietta. El disfrutable duelo actoral que establecen Alí y Mortensen, evolucionando desde la desconfianza mutua al afecto que se profesan dos compinches, regala los pasajes más deliciosos de un film desparejo, si bien el desenlace festivo en el antes disfuncional hogar compendia los más banales estereotipos de la ‘aceptación aleccionadora’ como inevitable conducto a reestablecer el orden familiar.
Gracias a “Greenbook”, Mahersala Alí se convierte en el segundo intérprete negro en la historia (luego de Denzel Washington) en obtener dos Premios Oscar. Si bien para Washington el logro es mayor, ya que uno de sendos reconocimientos los obtuvo como Mejor Actor Protagónico (“Día de Entrenamiento”, 2001), mientras que Alí obtuvo ambos galardones en la categoría de Reparto. Paradójicamente, y buscando equilibrar la balanza de las oportunidades, Hollywood vive tiempos de mayor apertura ideológica comparado a otras épocas, proveyendo igualdad de criterios sin discriminar géneros ni razas actorales, algo que nos resulta bienvenido y necesario.