Pesada herencia
Hoy cualquier película puede permitirse la nostalgia y la autoconciencia: lo que alguna vez fue sinónimo de inteligencia y modernidad, un lujo, hoy parece más bien una baratija, el suelo del que parte una buena porción del cine actual. Lo que se fabrica con ese barro, sea un artefacto lúcido o una mera serie de guiños que tienen como blanco la memoria emotiva del espectador, es cosa de cada película. La mayoría hace agua mientras que unas pocas, como Deadpool o Guardianes de la galaxia, surfean con elegancia. Pero el oleaje es imprevisible y Guardianes de la galaxia 2, realizada por el mismo equipo de la primera, se hunde enseguida.
La primera escena condensa espléndidamente las fortalezas y los problemas de Vol. 2. Los protagonistas luchan contra un espantoso monstruo del espacio, pero el director se da el gusto de jugar libremente con la acción: la cámara deja en un fondo borroso el combate y sigue a Baby Groot que baila al ritmo de la música, poco comprometido con la pelea de sus compañeros. El enfrentamiento escupe hacia la cámara a personajes heridos que se distraen cuidando a Groot, poniéndolo a resguardo de los ataques de la bestia, pero no hay caso: el arbolito sigue tirando pasos. En ese plano secuencia está resumido el universo que supo elaborar Guardianes de la galaxia con su enorme carga afectiva y su lucidez a la hora de mirarse a sí misma en el espejo de la autorreferencia: es el grupo de parias maltrechos funcionando como una familia que provee a sus miembros el amparo que el mundo (o el universo, mejor) no les dio; es el cine mainstream pudiendo procesar un pasado compartido de señas sonoras y visuales, un gesto popular que invita al espectador a dialogar con la película, a encontrarse en ese mapa de referencias comunes.
Pero la película rápidamente deja ver un desequilibrio: esa interpelación al público parece apropiarse de todo hasta que el relato se vuelve también una seguidilla interminable de signos de autoconciencia. Lo que en la escena inicial funciona con maestría, poco después se desbalancea hasta que la historia pierde espesor: el guion no hace otra cosa que deslizar chistes sobre la trama misma. La comedia, que en la primera recuperaba lo mejor del cine hollywoodense de los 80, acá se vuelve decididamente “meta”, una puesta en abismo constante que trasluce un desinterés por lo que se cuenta: ni la narración ni los personajes creen demasiado en lo que pasa porque la película no lo hace. El gag permanente se vuelve una forma de tiranía: todo debe poder servir para hacer humor, incluso al precio de la verosimilitud o de la emotividad. La película no cree poder mantener el interés del público si no sostiene ese ritmo vertiginoso de chistes sobre sí misma, como si la historia, los personajes, sus conflictos no fuera suficiente y James Gunn necesitara remitir constantemente a una cultura compartida hecha de canciones, objetos o series de televisión, y también pensara que debe reírse de sus materiales narrativos. Vol. 2 exagera con el infantilismo: Peter, que se inscribe en el noble linaje de los héroes toscos pero de buen corazón del cine de aventuras (más cerca del eslabón Brendan Fraser que del de Indiana Jones), de a ratos cruza la frontera de la ingenuidad y directamente parece un bobo grandote. Los personajes que mejor funcionan son Rocket y Drax: el cinismo sobreactuado de uno y la tontera gigante del otro se adaptan perfectamente al tono de burla general. Yondu parece la excepción a la regla: el personaje da muestras de una complejidad de la que los demás carecen. No es exagerado pensar que la historia que de verdad le interesa a Vol. 2, en la que más cree, es la de Yondu.
A pesar de todo, en algunas partes, Vol. 2 es capaz de producir una emoción genuina. El asunto no es tanto mérito de la secuela como de la solidez con la que la primera Guardianes de la galaxia supo cincelar su universo: los personajes cargan con una densidad dramática previa que Vol. 2 se limita a explotar sin agregar demasiado, vínculos ya elaborados al interior de esa galería de desclasados y perdedores encantadores que Gunn puede hacer estallar con efectividad sin tener que esforzarse mucho. No es que Vol. 2 esté mal, aburra, no entienda los géneros o los requerimientos del humor, sino que esa remisión constante a su estatuto de artificio termina transformando la película en una superficie en la que resulta muy difícil entrar o sumergirse. La película se ve, se escucha y hasta casi se puede tocar, pero no se siente o está muy lejos.