Hay algo que es como un signo de los tiempos: ir a buscar personajes del pasado para comentarlos desde el presente, despojarlos de su misterio, volverlos maleables. Héroes o villanos, es lo mismo: la caricatura, el enigma, la ficción desbordada, eso no está tan bien visto hoy y hay que domesticarlo, explicarlo, hacer brotar la significación allí donde alguna vez hubo solamente estereotipos gozosos. El más curioso de estos ajustes de cuentas para mí está en Skyfall, cuando a James Bond, prisionero de su enemigo, le leen un informe psiquiátrico que perfila su personalidad. James Bond, un alma atormentada que actúa de la manera en que lo hace para lidiar con recuerdos de la infancia. ¿Se imaginan? Ahora le tocó el turno al Guasón, un villano que cifraba su aura de fascinación en la vacilación del sentido, en una ambivalencia que caracterizó al personaje durante décadas de televisión, cine y animación.
Todd Phillips asegura que la corrección política imperante hace que sea casi imposible filmar comedias: ya lo sabíamos, pero viniendo de parte del director de las tres ¿Qué pasó ayer? todo suena una derrota cultural estrepitosa. Dice Phillips que lo más parecido a la incorrección política de la comedia (de la buena, al menos) en el mundo que nos toca puede ser meterse con el universo de los superhéroes y subvertirlo, hacer algo diferente con esos materiales. Se equivoca: hoy nada resulta más sencillo que atacar a las películas de superhéroes por su masividad, su contrato de entretenimiento sin culpas ni dobleces, por su exageración formal y narrativa que cancela cualquier posible seriedad (excepto, claro, por algunas películas de Nolan y por la trilogía de Shyamalan, reconocidas evidentemente por hacer “otra cosa”, o “algo más”, que el cine de superhéroes).
Como sea, más allá de esa red de tensiones, Guasón es el retrato de un personaje quebrado narrado con una potencia inusual. Phillips rencuentra en las calles herrumbadas de Ciudad Gótica y de sus seres rotos la fuerza física que conocimos en sus comedias: todo parece al alcance de la mano, como si pudiera tocarse, ya sea el cuerpo destrozado de Arthur, la basura que atesta los callejones o el humo de los cigarrillos que llena las habitaciones. Esa carga material balancea en parte el énfasis puesto en la psicología: después de todo, no pasa ni una sola escena en la que la película no nos recuerde que el protagonista es un tipo con problemas, abandonado por todos, que regula mal sus psicosis, y que es allí donde hay que buscar el corazón del problema. El relato no hace más que trabajar sobre ese núcleo de locura que es el pasado y el presente psíquico de Arthur y en sus síntomas: si muchos de los Guasones anteriores estaban tocados por una demencia misteriosa e inescrutable que los volvía una pura fuerza del mal, acá solo hay explicaciones, causas y efectos lineales. El de Heath Ledger, por ejemplo, el último Guasón memorable, era un monstruo inconcebible que escapaba a cualquier intento de explicación; en diferentes momentos de la historia, el personaje llegaba incluso a dar versiones contradictorias de su pasado. Se trataba de jugar a la evasión, de abrir una incertidumbre y de sostenerla hasta sus últimas; Todd Phillips, en cambio, está por las explicaciones, por darle al protagonista un marco social y psicológico: la duda, si la hubiera, es un residuo que debe evacuarse y dar paso a la comprensión.
La operación, a grandes rasgos, es la siguiente: una sociedad desigual, dirigida por millonarios insensibles que dejan librados a su suerte a sus gobernados, produce monstruos y va camino a algo así como una especie de aniquilación total. Pocos temas más gastados como ese. Phillips no renuncia a la estereotipia fuerte: el villano, que alguna vez fue un eterno signo de interrogación, ahora es el fruto de una comunidad injusta, un tema tan viejo como la cultura. No hay entonces la novedad absoluta que festejan muchas críticas de la película, solo un enroque de lugares comunes.
Suerte de película performance, Guasón oscila todo el tiempo entre los momentos de contención y de explosión de Joaquin Phoenix: el director deja todo en sus manos, le entrega la película para que el actor gestione ritmos y tonos, para que la lleve hacia donde mejor le parezca. Se sabe que desde hace décadas Phoenix trabaja en proyectos que parecen diseñados a su medida: acá es como si él mismo fuera el director. El tipo está en casi todos los planos, no debe ser fácil sostener ese nivel de exposición. Previsiblemente, el destino de la película está atado al del actor: las escenas más potentes son aquellas en las que Phoenix le imprime mayor contundencia a los gimoteos de Arthur; pero cuando Phoenix está menos inspirado, cuando tiene a su cargo líneas subrayadas y no encuentra la manera de restituirles algo de potencia (“usted no escucha: todo lo que tengo son pensamientos negativos”), el conjunto cruje.
Es posible, de todas formas, que la película posea una escala distinta a la que proyectan fans y críticos, que lo que tengamos ante nosotros sea un objeto con ambiciones en el fondo discretas, que lo que busque Guasón sea apenas la reinvención dramática de un villano popular. La película sugiere en parte eso: jugar a interpretar el personaje como un Travis Bickle contemporáneo que viene a ser exponer las hipocresías de una sociedad desigual. Todo se condensa en la entrevista en el programa de televisión, cuando el relato adquiere la forma de un manifiesto for dummies, una explicación sobre el conflicto social contada a los niños. Para que este objetivo más bien pobre funcione, es necesario que el Guasón pierda cualquier posible misterio que haya tenido alguna vez, debe borrarse su historia como villano ambivalente y transformarse en un personaje legible en el que todos seamos capaces de rastrear los signos de una corrupción avanzada y de su consiguiente rebelión. Poca cosa, a fin de cuentas, el corset del realismo aplicado una vez más a algún objeto ubicado fuera de su alcance, nada que no se haya hecho mil veces.