Destinada a ser amada u odiada (dos apreciaciones que surgieron en la crítica mundial), Guasón (Joker, 2019) presenta un universo hasta ahora pocas veces bien explorado por el cine: la génesis de un villano y el vínculo que entabla con la sociedad que le da forma.
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¿Quién podía esperar de un director como Todd Phillips –responsable de las comedias Viaje censurado y la trilogía de ¿Qué pasó ayer?- una película capaz de poner a la cinefilia a hablar sobre ella? Luego de consagrarse con el León de Oro en la Mostra de Venecia (presidido, ni más ni menos, por esa gema del cine de autor que es la salteña Lucrecia Martel), Guasón tuvo su estreno en Estados Unidos y generó una ola de admiradores y detractores; entre los últimos, aquellos que sostienen que este relato sobre el hombre de la sonrisa siniestra más famoso del mundo podría arengar a que surjan episodios de violencia social. La idea es desmesurada, desde ya, pero señala en buena medida su cualidad especular; el relato funciona como una radiografía de las entrañas de una sociedad corrupta, en donde los pobres y los locos ven a los ricos construir su propio poder gracias a sus sentidas, profundas desgracias. Ya se sabe: cualquier similitud con la realidad…
Mucho también se habló sobre las variables en torno al personaje, tal vez el más famoso archienemigo de Batman, que fue interpretado con euforia kitsch (César Romero, de la serie de los ’60), histrionismo macabro (Jack Nicholson) o a partir de una vinculación con el imaginario en torno al terrorismo (Heath Leadger, quien obtuvo un Oscar póstumo por su actuación). Hay que decir que el trabajo de Joaquin Phoenix es único: no se parece a ninguno. Más allá de que configura un verdadero tour de force emocional (de esos tan cercarnos a la aprobación de jurados), lo que hace el intérprete de Gladiador y Los amantes, entre otros trabajos, es prodigioso. Los momentos más álgidos en términos dramáticos quedan plenamente justificados, porque emergen de las propias premisas con las que trabaja el relato. No hay golpes bajos, ni maniqueísmos; hay una perfecta organicidad entre este descenso al infierno que atraviesa Arthur Fleck (tal es su nombre ahora) con el espacio en donde se desarrolla; una Ciudad Gótica llena de almas en pena. Su progresión va desde la precariedad más sórdida hasta su coronación como amo y señor de la sublevación popular.
En Guasón, la cosmovisión de Batman queda acotada al rol de su padre, Mister Wayne, un empresario multimillonario que se postula como alcalde de esa ciudad afeada, deslucida, en donde las ratas gigantes amenazan como una plaga de difícil extinción. Es un mérito que una major como Warner haya habilitado una faceta más oscura y renovada del imaginario del hombre-murciélago, yendo mucho más hacia atrás de lo que ya había hecho Cristopher Nolan con su trilogía. La imagen deforme de la familia Wayne es la familia Fleck, con una madre demente (la gran Frances Conroy), a quien Arthur cuida y de la que parece haber heredado su condición enferma. Lo singulariza una risa que es (como le advierte a la gente, con una tarjeta) “incontrolable”; una suerte de acto reflejo que se prolonga y mezcla patetismo, fragilidad y dolor. Sobrelleva su vida con la ayuda de siete psicotrópicos y la asistencia de una asistente social que dejará de atenderlo (aunque él le diga que no lo escucha) cuando el Estado desfinancie el área de su incumbencia.
Parte de la dialéctica entre la forma (del villano) y el contenido (establecido a partir de las diferentes formas de constricción que le impone la ciudad y el núcleo familiar) se nutre del cine norteamericano de los ’70, al que la crítica señaló –con justa razón- muy próximo a dos de las mejores películas de Martin Scorsese: Taxi driver y El rey de la comedia. No es casual, entonces, la elección de Robert de Niro en la piel de un personaje que funciona como bisagra, como puente entre una sociedad enferma y el poder, aquí resuelto bajo la fórmula de un conductor de talk-show tan admirado por Arthur porque representa todo lo que él querría tener. Esencialmente, fama y la posibilidad de ser respetado, de dejar de ser ese payaso que porta el cartel de un anuncio (con el que un grupo de matones lo golpea, para luego robarle y seguir golpeándolo) y convertirse, por primera vez, en alguien admirado.
Pero, claro, nada de eso ocurrirá. Un encuentro bastante casual con un revólver aquí funciona como la mecha de una bomba que se enciende y hace explotar la contenida ira social. Lo más interesante de la propuesta de Phillips (también co-guionista) es que el personaje en pocas ocasiones demuestra tener un contacto con la realidad que él mismo generó; apenas lo hace, lo celebra, pero cuesta determinar cuán consciente es de ese afuera enardecido, si realmente comprende que inauguró un movimiento o tan sólo “disfruta su número” y baila.
Guasón deja al espectador afectado; tal vez, indagando en qué hubiera pasado si el personaje no daba ese “paso más”. Si la mecha no se hubiera encendido.
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