Guasón

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

Ascenso y caída del gran payaso

Con una entrega descarnada de Joaquin Phoenix, el tradicional enemigo de Batman se erige como una película lúcida y crítica.

Si no se oxigena, el cuerpo se muere. Podría pensarse en Guasón de esta manera, como un acto reflejo, en la forma de una película que devuelve brío a un cine (de)caído. No se trata de números, taquillas y similares, sino de un cine consecuente con su propia historia. En otras palabras, el (alguna vez) gran cine norteamericano.

Dentro del todavía nuevo "cine de superhéroes", Guasón es una anomalía. Una alteración consciente. Algo así ocurrió también con Logan, tal vez una de las mejores películas del último cine estadounidense. Con Logan, Guasón comparte cinefilia. Ahora bien, no se trata de alusiones y guiños: lo que una y otra película hacen es buscar reparo en una genealogía que les haga respirar. En Logan, se trata de la nodal Shane, el desconocido (1953); en Guasón, de El rey de la comedia (1982), de Martin Scorsese, en donde un comediante amateur (Robert De Niro) persigue el reconocimiento tras los pasos de la televisión.

Este respirar produce el efecto benéfico de repensar el cine, sea en relación a lo hecho como en virtud de su porvenir. Lo curioso es cómo Logan y Guasón se sitúan en una temporalidad difusa. En el primer caso, el cine mismo parece extinto (Logan vive en un futuro cercano, en donde las salas de cine son un recuerdo); Guasón, por su parte, se ambienta en una iconografía lindante con los '70. De este modo, la duda misma se instala: ¿cuál es el lugar, hoy, del cine? ¿El cine de superhéroes? Guasón es un ejemplo problemático. Está más cerca de Milos Forman que de Marvel o DC.

Más allá, o a propósito de esto, la película de Todd Phillips (¿Qué pasó ayer?, Starsky y Hutch, Todo un parto) actualiza una problemática nunca más urgente: la decadencia de una sociedad cada vez más contaminada, habitada por ratas, de pobreza que desborda y maltrato cotidiano. Un orden podrido sobre el que se erigen los millonarios de siempre. Al respecto, hace mucho -¿cuándo fue la última vez?- que el cine no se pronunciaba con tanta fuerza.

Guasón desnuda la decadencia de una sociedad cada vez más contaminada, habitada por ratas, de pobreza que desborda y maltrato cotidiano.
Y lo hace desde la apelación a sí mismo: mientras una función de gala para empresarios y adinerados proyecta la película Tiempos modernos, una manifestación indignada ruge puertas afuera. Inadvertido, el Guasón de Joaquin Phoenix se mete en la sala, y la cámara de Phillips vuelve metonímica su figura a la par de la de Chaplin. Como si se viniera a reclamar lo propio. Es decir, ¿cuándo fue que el cine, arte popular por excelencia, se volvió divertimento de la clase alta? (De paso, ¿de qué se ríen los ricos?, ¿de la pantomima chaplinesca?, ¿de los pobres?). Es sintomático que los desclasados sean quienes amenacen con reventar la seguridad de los acomodados, el bienestar de quienes usurparon lo que les corresponde. El Guasón, entonces, como un paladín surgido de esa misma proyección fantasmática. Un justiciero demente. Un fantasma desheredado. Sólo él, no los ricos, sabe del arte de Chaplin. (Y habrá que estar atento a que lo mismo podría decirse de la historieta -a fin de cuentas, el Guasón surge de allí mismo-, otro proyecto integral y social, hoy absorbido por los sectores acomodados, con sus lectores de origen marginados.)

De manera consecuente, también hace tiempo que el cine no ataca de modo tan visceral a la televisión. Justamente, es éste el divertimento estipulado, del cual todos abrevan en Guasón. Desde ya, la referencia que el film sugiere es la de Network, poder que mata (1976), de Sidney Lumet, y lo hace de manera imbricada con el film de Scorsese, con De Niro de algún modo reinterpretando el rol original de Jerry Lewis. La televisión, entonces, como herramienta-gendarme del (des)orden social, garante de los sectores acomodados, vehículo a través del cual victimizar y ridiculizar a quienes convenga. Televidentes sumidos en la oscuridad de sus habitaciones solitarias, mientras las salas de cine son ahora disfrutadas por la élite económica. De veras, hacía bastante que el cine no se pronunciaba así, a la altura del televisor arrojado desde la ventana por Pink, en Pink Floyd: The Wall.

Como se trata, entonces, de una película consciente de sí misma, en diálogo con el cine que le precede, Guasón posee una sensibilidad profunda y dolorida. El personaje de Phoenix asume la risotada contradictoria, un llanto traducido en lágrimas reídas, con un modelado corporal del que afloran huesos encrespados, en la línea de los freaks de Tod Browning. Su risa es la mueca metafísica del Gwynplaine de Conrad Veidt (en El hombre que ríe) y del Tito de Lon Chaney (en Ríe, payaso, ríe), pero en sintonía con el Travis Bickle de De Niro (en Taxi Driver) porque, a no olvidar, se trata del psicópata más demente del universo de Batman.

Por último, sí vale cuestionar algunas decisiones narrativas, de evidente concesión. Una de ellas es el breve flashback que "aclara" lo que la psicosis dicta, entre Arthur (Guasón) y su "novia", algo innecesario. Así como el parlamento televisivo del propio Guasón, dedicado a evidenciar lo que las imágenes hacen mejor, acerca del desprecio de los ricos y una psicosis que dista mucho de ser un problema personal sino, antes bien, social. Es cierto, eso sí, que dicha alocución invierte la lógica televisiva: lo inteligente pasa a estar en boca del marginado.

Como corolario, la locura asumida -como una carga que el personaje decide para sí- y la asunción de unos pasos de comedia. Una gracia desatada, que se comunica con la pantomima chaplinesca. El gag funciona, se lo ha visto en innumerables películas, con el ladrón perseguido. El rastro que deja detrás, eso sí, es sangriento.