Mérito extraordinario: el bromista por excelencia de la cultura pop no produce risa. Y no es que exista una sobredosis de solemnidad en esta adaptación de Todd Phillips; el humor está enterrado y se vislumbra su reverso amargo. Lo cómico aquí es lo inevitable, concepción básica de la tragedia: saber que Arthur Fleck, pese a luchar con toda sus fuerzas, está predestinado a ser el Guasón.
La película es un rompecabezas con piezas de angustia que una vez completado expone su broma maestra: el retrato de Arthur fue el de un hombre bueno, compasivo y sufrido, que supo distinguir el bien del mal, pero que en su accionar derivó en un monstruo. Guasón nunca hace reír, fuerza la sonrisa pese a que nuestros ojos desborden de melancolía. Como ese pequeño Bruce Wayne obligado a estirar sus labios, aunque nada del número cómico le haga gracia.
Si Guasón parece encaminada a convertirse en un hito cultural es porque sabe comulgar con la cinefilia y con las ciencias humanas. Mientras homenajea al cine de la década de 1970 en sus modales, desde lo conceptual traza una cartografía que abarca la psiquiatría, la política, el espectáculo, la sociología, la filosofía y quién sabe cuántas disciplinas más. Película diseñada para estudiarse, multifacética, amoldable a papers académicos. Existen, sin embargo, dos componentes que la redimen: su grandiosa sensibilidad y su alucinante atrevimiento.
Cada vez que el guion se torna programático, Joaquin Phoenix suprime la obviedad imponiendo su cuerpo como poesía contaminante. Cada decisión de cámara cae bajo el encanto siniestro de Phoenix. Guasón es un cine epidérmico, capaz de transmitir texturas, temperaturas y formas.
Cuando la cadena causa-efecto amenaza con entorpecer el espíritu del filme, Todd Phillips apuesta por la atmósfera, aprovecha ese mapa sensorial que ofrenda el actor. Miradas colapsadas, convulsiones risueñas, gestos espasmódicos; exageraciones que Phoenix, cual experto alquimista, convierte en sutilezas.
Afortunadamente, no todo es mórbido: a este cuerpo nervioso se le contrapone un cuerpo armónico que en arrebatos místicos baila una suerte de danza contemporánea. Arthur en estas escenas comunica una felicidad que jamás podrá comunicar con palabras. Un contraste tristemente luminoso.
La osadía de la película concierne al campo político. Su mensaje es incendiario, provocador a ultranza. Arthur se define como apolítico, pero en contra de su voluntad se transforma en ícono de una revuelta. La desesperación por encontrar una identidad dentro de su psiquis fragmentada lo priva de entender que la identidad también se halla escondida en el tejido social.
Guasón, símbolo del descontento, no será un fenómeno aislado de Arthur, individuo marginal y torturado. Esta revelación llega como un mensaje redentor en la instancia neurálgica del filme y dispara la polémica: ¿el crimen es la última chance de reivindicación social cuando el dolor moral se torna insufrible? Lo psicopatológico y la ruptura del contrato social son dos esferas que se ensamblan.
En Guasón el terror emerge como desfiguración de la bondad y de la alegría, como el abismo de ambas instancias. Podría decirse que el Guasón de Phoenix es la antítesis del Guasón de Ledger: mientras este último era la ausencia del sentido, aquí estamos ante la inevitabilidad de un pasado histórico.
"¿Cuál es el chiste?", le preguntan a Arthur ante uno de sus ataques de risa. "No lo entenderías", responde. Porque lo incomprensible de Guasón, lo profundamente incomprensible y desesperanzador, es que un villano sepa amar y bailar.