Era 1989, en la calle Corrientes a la altura de Suipacha se emplazaba una enorme estructura con el logo de Batman, la película. La fila para entrar al cine teatro Gran Rex daba vuelta la calle. Dentro la emoción y ansiedad se disipaba rápidamente, para bien, con el universo que Tim Burton había imaginado para el héroe encapuchado. Michael Keaton, Kim Basinger y el enorme Jack Nicholson, desplegaban magia, la psicodelia pop, las máquinas y sintetizadores de Prince, los loops, la parafernalia de Hollywood desplegada para el inicio de una nueva era de franquicias y comics.
Eso era casi el fin del siglo XX, Batman lideraba las adaptaciones cinematográficas, y ya en el XXI, con Christopher Nolan como impulsor, otro Guasón, interpretado por Heath Ledger, acercaba una visión completamente diferente a la colorida y hasta bizarra, pero lograda, actuación de Nicholson. Film póstumo de Ledger, ni siquiera su premonitorio Oscar advertirían sobre la locura de transposiciones y adaptaciones que se precipitarían luego. El Batman de Tim Burton se estrenó en 35 salas en simultáneo en todo el país, recientemente Avengers Endgame lo hizo con 500. A una velocidad de casi una película cada mes, o cada dos meses, héroes de todos los colores y tamaños, heroínas, ensambles, ofrecieron inspiración para seres grises que veían en ellos la concreción de sueños y aspiraciones, pero también imposibilitaban la llegada de otros cines, monopolizando cuotas y pantallas.
Y ahora llega Guasón, de Todd Phillips, especialista en bromances y comedias, un director del que nadie esperaba la oscura épica de Arthur Fleck (Joaquin Phoenix), un ser despreciado por la sociedad, que hace lo que puede con su enfermedad, se ríe en los momentos menos oportunos, y recibe golpes (literal) de cada uno que se le acerca.
No la vimos venir, no lo imaginamos, pero Phillips construye un opus doloroso sobre los vínculos, la sociedad, y si bien la sitúa a comienzo de los ochenta, habla de la actualidad con una vigencia única. Guasón es un mazazo de realidad. Hay manifestaciones espontáneas que exigen un llamado a las armas por ahí, y si bien el director asegura entrevista tras entrevista el no haber querido configurar un film político, Guasón lo es, político y radical, y habla de un emergente posible y concreto en momentos en donde hay países en los que ni siquiera existen Ministerios de Salud, como el nuestro. La peor pesadilla de Fleck, paciente psiquiátrico, que toma siete medicamentos para sus trastornos, e intenta cumplir con sus sesiones de terapia, es la de que se acaben esos “servicios”, ese giro es tan real, como universal y trasladable a cualquier geografía y economía, incluida la nuestra.
Entonces, en la vividez del relato, en la urgencia con la que habla de una violencia piramidal apabullante, de cuerpos, como el del Fleck, deformados, encorvados, cadavéricos, impulsados por mandatos, como en este caso, subrayados por su madre “pon siempre tu mejor cara y sonrisa”, hay una dosis de realidad que trasciende su origen de viñetas. No hacía falta pintarse la cara y hacer muecas para que el Guasón de Phoenix transmita el dolor que tiene. Cada baile, la elección de temas como el de Gary Glitter, la entrada triunfal al late show que conduce Robert De Niro, son solo motivos dentro del gran plan narrativo que presenta Phillips, en donde la risa es dolorosa y no contagia.
Que haya sido premiada en la última Mostra de Venezia, con Lucrecia Martel presidiendo el jurado, es tal vez la confirmación de su relectura, cualquiera puede ser el Guasón, pero que en la exageración de las múltiples reflexiones que se han hecho sobre la película, como así también la necesidad de la productora de emitir un comunicado sobre su intención de no “respaldar la violencia del mundo real”, no hay nada más que agregar, sólo que hay veces que la ficción supera la realidad, y viceversa.