El río
“Movimiento es vida”, le explica en un tosco español el personaje de Brad Pitt a una familia que no habla inglés y que generosamente lo recibe a él, a su mujer y a sus dos hijas cuando escapan de los infectados. En esa escena, rápida y sin demasiados subrayados, la película establece la que será su regla primordial, su ética de la supervivencia: para no morir, hay que moverse. Gerry Lane habrá de seguirla al pie de la letra, incluso cuando su familia, protegida en un portaaviones, permanezca quieta y en un lugar fijo: en busca de una posible cura para el virus que convierte a las personas en monstruos implacables y ciegos de furia, Gerry viaja de Estados Unidos a Corea del Sur, Israel y Gales. Ese recorrido por buena parte del globo se realiza sin costes de tiempo: la película cambia su locación sin que el personaje o la historia acusen el paso de los días. El motivo de ese viaje relámpago a través de diferentes continentes y culturas bien puede ser el tratar de establecer una suerte de vínculo humano a pesar de las barreras geográficas y políticas: el virus hace estragos en todas partes, y los hombres se encuentran igualmente indefensos en Filadelfia como en un campo de refugiados de Jerusalem. Sin embargo, el relato se concentra siempre en Gerry y en su drama, dejando en un segundo plano las notas humanistas y multiculturales. Brad Pitt (o mejor, la cara de Brad Pitt) son el verdadero sostén de una película de catástrofe a escala mundial que confía sin dudar en su protagonista. La máxima “movimiento es vida” vale tanto para los personajes como para un género que, por momentos en el borde del cine de aventuras, habrá de colocar a Gerry en escenarios tan disímiles como una base militar desolada, un barrio israelí, un accidentado viaje en avión y un laboratorio de tecnología de avanzada. Pero el padre de familia con un pasado misterioso en la ONU que interpreta Brad Pitt resulta lo suficientemente vulnerable como para no llegar a devenir nunca un héroe de acción.
Marc Foster es un director de pocas ideas y peor habilidad para filmar a sus personajes: lo hace siempre de cerca, con una cámara temblorosa que quiere imprimirle al relato de manera forzada un realismo exagerado. Sobre todo, el alemán es pésimo a la hora de montar: las persecuciones y ataques de los infectados están perpetrados con una velocidad que, en vez de transmitir nervio o vértigo, solo alcanza a confundir (ver ese ejemplo supremo de escena arruinada a manos de un montaje insufrible en el comienzo de Quantum of Solace, también de Foster). A pesar de eso, el director demuestra un sutil (para lo que es su media, al menos) manejo del fuera de campo: la película nunca abusa de los detalles truculentos y, aunque a veces se abstenga demasiado de mirar (como si el encuadre mismo señalara a los gritos todo lo que no se muestra) la cámara elude con bastante elegancia imágenes como las del salvaje corte de una mano (y la visión del muñón) o el acto de reventar con un fierro la cabeza de un infectado (solo así se puede acabar con ellos). Esto termina reforzando la centralidad del protagonista, curiosamente, dentro de un género que es predilecto a los relatos que se reparten entre varios personajes; esas imágenes elididas reenvían la mirada hacia Gerry y sus reacciones frente al horror que lo rodea. Algo parecido ocurre con el joven biólogo al que Gerry debe escoltar a Corea para encontrar la cura: el especialista brinda un discurso muy estereotipado acerca de la naturaleza como asesina serial que deja pistas y a la que se puede estudiar como se investiga un crimen. Pero Guerra mundial Z, con su pretensión de realismo y su crudeza, está lejos de esos diálogos pomposos y ensayados, así que, casi como si se tratara de un guiño un poco maléfico, ni bien aterrizan en la base de Corea y el grupo es atacado atacado, el biólogo se cae al piso y se dispara sin querer matándose en el acto.
Cada uno de los espacios de la película podrían dar lugar a una película entera. En especial el laboratorio silencioso y poblado por zombies se presenta como una escenografía lo suficientemente inquietante y robusta como para soportar una historia de terror en su totalidad. Pero la película prefiere colocar a Gerry en diferentes situaciones y espacios, siempre frente a desafíos nuevos. En relación con el aluvión reciente de películas de zombies, Guerra mundial Z encuentra una nueva fuente de terror en el hecho de permitirle a sus infectados convertirse en una especie de espeluznante río de muertos vivos, capaz de sortear cualquier estructura y obstáculo en su búsqueda desesperada de víctimas humanas. Como si fueran una especie de gran chorro de cuerpos putrefactos, los monstruos trepan una enorme muralla protectora, un edificio o simplemente persiguen como locos un avión que despega; esas corridas son las imágenes más impresionantes de Guerra mundial Z.