Lo que podría ser una película intrascendente, en las manos de un realizador inteligente y con un actor notable y fuertemente comprometido con el personaje, se convierte en una obra atractiva.
En un cónclave donde ninguno parece querer ser ungido Papa, y luego de que entre los favoritos no pudiera dirimirse la votación, el cardenal Melville es elegido para ejercer la máxima jerarquía de la iglesia católica.
Al llegar el momento de presentarlo ante los fieles expectantes en la plaza San Pedro, Melville se siente abrumado por la responsabilidad del cargo y decide no hacerse presente. Ante la sorpresa de todos los dignatarios y funcionarios vaticanos, se retira de allí aun sin siquiera impartir la bendición a aquellas miles de personas. Incapaces de comprender la situación, estos convocan al mejor psicoanalista de Italia para intentar asistir al Papa. La situación es complicada pues a través de la fumata blanca se había hecho pública la decisión, pero nadie sabe quién es el nuevo supremo pontífice.
El momento en que el psicoanalista debe encontrarse, en presencia de todos los cardenales y funcionarios de la iglesia, con el nuevo Papa, es casi desopilante. ¿Qué temas son aquellos sobre los que la iglesia le permite al profesional hablar con su paciente? ¿Represiones, sexo, sueños, infancia? Ninguno de ellos. “El alma y el inconsciente no son compatibles” dirá quien regule los temas prohibidos. Y si bien podría entonces hacerse aquella frase en relación con el enfrentamiento de la fe (cuyo objeto es el alma) y la ciencia (cuyo objeto es el inconsciente), el resto de la película no sostiene tal línea interpretativa.
La lucidez de los momentos brillantes del filme no termina de completar una construcción intelectualmente sólida y sostenida. La historia de la duda, del temor ante el compromiso, de la frustración, del sentido del orden religioso (no importa el proyecto de Melville como Papa, importa su capacidad de reproducir los rituales), incluso la mirada sobre los psicoanalistas, más allá de su pertinencia o su valor, no completan más que algunos trazos gruesos que, en las manos de un creador talentoso como Moretti, pueden componer momentos memorables, tanto por su potencia cinematográfica, como por lo agudo de su humor.
El desplazamiento entre el sonido y la imagen en el momento en que, en plena elección papal, asoman el temor de cada cardenal a ser elegido, el adagio visual que construye con el fondo sonoro de Mercedes Sosa cantando “Todo cambia” y el torneo de voley organizado por el psicoanalista, que desnuda su propio ego y frustraciones, son momentos notables. Sin embargo la película fluye entre ellos sin anclar en ideas, sin agudizar las contradicciones, sin profundizar en la construcción de sentido, amparándose simplemente en la situación, sin dudas muy original, que da origen al relato.
Moretti deja entonces algunas inteligentes reflexiones, jalones a lo largo de una trama por momentos inconsistente. De lo más interesante es el modo en que desmonta el valor del rito en la construcción del sentido religioso. Expone con crudeza el valor de la representación del poder, que tiene mucha más importancia para todos los involucrados que su propio ejercicio ¿Quién es el Papa, más allá del Papa? ¿Cuál es el valor del sujeto detrás del cargo? ¿Cuál es la importancia de quién sea efectivamente el que ejerce la conducción detrás de las pesadas cortinas de su despacho? Este cuestionamiento sobre el sentido del rito, es un modo de cuestionar a la propia fe como práctica.
Lo que podría ser una película intrascendente, en las manos de un realizador inteligente y con un actor notable, experimentado y fuertemente comprometido con el personaje, se convierte en una obra atractiva, que tiene algunas escenas que por sí solas devuelven al espectador el precio completo de la entrada.