El Papa que quería vivir
La idea tiene algo de Presidente por un día (1993, Ivan Reitman) o Espérame en el cielo (1988, Antonio Mercero), historias en las que se recurría a un doble para ocultar la muerte de un presidente ante la opinión pública. Pero en este caso hay una variante perspicaz: no es un presidente sino el Papa, y no muere sino que se resiste a ejercer el poder que le encomiendan.
Nanni Moretti (1953, Brunico, Italia) se vale de esta conjetura (¿qué pasaría si…?) para disponer una suerte de fábula simpática, que ironiza sin crueldad despertando sonrisas y discusiones. El blanco principal de sus sarcasmos es, naturalmente, la Iglesia Católica, con sus normas vaticanas que parecen provenir del túnel del tiempo, la hipocresía con la que se fomenta la creencia en falsedades (como ver en el movimiento de una cortina una presencia trascendente) o el desentendimiento ante la confusión de lo sagrado con lo profano (por ejemplo, las apuestas que se generan en torno a una decisión que, según se afirma, es inspirada por el propio Dios). Y, también, la censura: aquí sufrida por un prestigioso psicólogo, a quien le imponen un reducido inventario de temas a tratar con el Sumo Pontífice. Los apuntes mordaces abarcan, asimismo, otros terrenos, como el periodismo televisivo e incluso el deporte.
Como en sus mejores películas (Basta de sermones, Palomita roja, Caro diario, Aprile), Moretti se entromete en los recodos políticos y culturales de su país, interviniendo él mismo como actor-portavoz, provocando –como un chico rebelde– con reflexiones a viva voz, con bronca y sentido del humor. Aquí, al encarnar al psicólogo, termina siendo una especie de comentador sorprendido de lo que ocurre en la Santa Sede, sitio en el que, como es de esperar, comienza a sentirse bastante incómodo.
Pero sería un error pensar que Habemus Papam se agota en el sarcasmo: en el fondo, resulta una sagaz mirada sobre la pérdida de identidad y de libertad que implica asumir el poder, cualesquiera que éste sea. La hermosa escena en la que los cardenales elevan sus plegarias al cielo para no ser elegidos (“No, Signore”, rezan al unísono) es una demostración de esta sensación asfixiante, que conlleva temor, baja autoestima, cobardía o conservadurismo. El propio psicólogo reconoce, en un momento, que ser “el mejor” le ha traído problemas con su mujer y puede resultar “una condena”.
Habemus Papam no tiene el halo irreal ni la riqueza conceptual de La hora de la religión (2002, la película de Marco Bellocchio que también miraba con desconfianza y desconcierto a la Iglesia y a instituciones de peso no sólo en Italia), en algún momento desvía el interés con un torneo de voley medio delirante, e incluso luce algo simplona, retratando a los cardenales como inofensivos abuelos o recurriendo a convencionales contraplanos de la gente con gestos preocupados en la plaza de San Pedro. Pero abarca, en su sencillez, entrelíneas provechosas y emotivas escenas, méritos a los que, indudablemente, contribuye la entrañable actuación de Michel Piccoli (con toda la autoridad de este veterano actor francés que ha trabajado bajo las órdenes de Godard, Buñuel, Hitchcock, Ferreri, Berlanga y otros grandes).
A la imprevista aparición de una canción interpretada por Mercedes Sosa, y a las escenas en las que este Papa temeroso y algo senil manifiesta –como un tesoro pudorosamente guardado– su afición por el teatro, se deben los momentos más conmovedores de este film recordable: Habemus Papam es, también, una reflexión sobre la vocación y sobre la necesidad de ser sincero con uno mismo.