Gracias a Dios, existe Nanni Moretti, uno de los cineastas más libres de las últimas décadas. Uno que no tiene reparos en criticar –es decir, analizar y preguntarse por– el mundo, incluso para ponerse en cuestión a sí mismo, a los propios dogmas. Con alguna excepción –“La habitación del hijo”– las herramientas de Moretti son el humor y el puro juego. Aquí narra en contrapunto la historia de un papa que no quiere asumir –un gigantesco Michel Piccoli– y un psicólogo anclado en el Vaticano –el propio Moretti, siempre en su personaje de cascarrabias brillante–. Hay grandes escenas –el musical sobre “Todo cambia”, por Mercedes Sosa, el campeonato de volley entre cardenales–, pero el film no vale por eso, sino por una posición muy humana respecto del mundo. La duda, en el caso de Moretti –que es un cineasta, es decir, un hombre de acción y decisiones– y la debilidad, es parte de lo humano y tiene un valor por encima de los dogmas, de los protocolos, del ceremonial vacío. No se puede –parece decir Moretti– ser un pastor de hombres (eclesiástico, político o psicológico) si primero no se es un hombre consciente de los propios límites y los propios miedos. Moretti lo hace con la fábula, el juego, la belleza, con mucho humor, gracia y talento. Y si bien toma posición respecto de lo que narra –la religión, el arte–, también deja al espectador que saque sus propias conclusiones. Un film bello: cada vez hay menos.