Habemus Papa (que para su estreno local perdió insólitamente la "m" final del título original en latín) es una película compleja, inquietante e incómoda para los adictos a las etiquetas y las respuestas fáciles. Su artífice, identificado con las posturas históricas de la izquierda italiana, tal vez no sea un hombre de fe, pero sin dudas es un moralista.
Por eso sabe escapar de los prejuicios al interrogarse sobre el poder, cuál es el mejor lugar que cada uno podría encuentra en su afán de transformar la realidad y cómo se distorsiona esa posibilidad a partir de un manejo liviano y superficial de las responsabilidades. Como en toda su obra, Moretti no necesita recargar la densidad de los cuestionamientos: tiene la rara habilidad de suavizar los planteos más profundos con la genuina ligereza de una comedia satírica, pero jamás irreverente.
El cardenal Melville (un admirable Michel Piccoli) es investido con una responsabilidad que no esperaba: la de ser elegido Sumo Pontífice. Como todos sus pares, Melville llegó a Roma para participar en el cónclave del que surgirá el sucesor del papa que acaba de fallecer. El mundo entero está, fuera de los muros del Vaticano, a la espera de esa noticia. Adentro, la mayoría de los candidatos se encomiendan a Dios para ser liberados de ese compromiso.
A Moretti no le interesa dar las razones de ese comportamiento. Tampoco se propone dejar constancia expresa de las razones por las cuales le toca a Melville ser designado. Con una puesta rigurosa y visualmente irresistible, además de un firme pulso narrativo, Moretti prefiere concentrarse en la perplejidad de Melville, en las cavilaciones y dudas -profundos valores cristianos, al fin y al cabo- de un religioso que cree en su misión, pero siente que las obligaciones de su nuevo papel están fuera de su alcance.
A la vez, el director se reserva delante de las cámaras el papel de un exitoso psicoanalista, convocado casi como último recurso para convencer al remiso purpurado, deje tranquilos a todos y contribuya al retorno del equilibrio.
Apoyado en la voz de Mercedes Sosa, que entona "Cambia, todo cambia", el Moretti director lleva a Melville de regreso en ese mundo del que se distanció por el lugar que ocupa dentro de la jerarquía. Y a la vez, en un divertido intercambio de roles, el psiconalista termina encerrado en el Vaticano junto a los cardenales. Desde allí, el personaje del Moretti actor parece sugerirnos que los rituales del poder no son más que un juego y que las responsabilidades deberían considerarse y asumirse sobre todo a partir de un profundo conocimiento interior y una convicción de la que surgen las auténticas decisiones trascendentes.