Primus inter pares
Una docena de cardenales se amontonan en las ventanas para espiar al supuesto Papa que descansa en su habitación. En segundo plano, por detrás de su figura vemos colgados costosos tapices y hasta una pintura de Velázquez. Son viejitos haciendo cosas de viejitos (espiando), pero el escenario que los rodea no es común, están en una institución extraordinaria (el Vaticano), en un momento extraordinario (un cónclave) rodeados del peso de la historia (las obras de arte que la madre Iglesia supo compilar para su contento). Otro momento: un señor con pinta de abuelo, con gorra y saquito de abuelo, viaja por la noche en un colectivo y ensaya unas palabras en voz alta. El marco es por demás ordinario (un bondi lleno de gente aburrida a la noche), pero las palabras que está diciendo son importantes: forman nada menos que el discurso que debería dar este simil-abuelo al asumir el papado. Son solamente dos imágenes, pero dan cuenta de un desarreglo entre la escala humana de los protagonistas y la importancia de las situaciones que están viviendo. En toda Habemus Papam de Nanni Moretti la inmanencia y trascendencia andan a las patadas y, gracias a la delicada sensibilidad del autor, la más llana humanidad gana por goleada.
La película cuenta la historia de un cardenal (el expresivo Michel Piccoli) que a poco de ser nombrado Papa sufre un ataque de pánico y no puede asumir públicamente su mandato. Por eso, llaman al psiquiatra más importante de Roma (el mismísimo Moretti) para que lo analice. Pero psicoanalizar a un Papa resulta una tarea imposible: al abanderado del alma no le podés ir a hablar de subconsciente. Entonces, por unas idas y vueltas del argumento, el cura más importante del mundo anda vagando por la calle (aunque está tan encerrado en sí mismo y sus problemas, que casi se puede decir que está preso, aunque en libertad) mientras que el mejor psicoanalista queda aislado en el Vaticano. A ninguno de los dos los hace feliz la situación de supuesto privilegio, la responsabilidad los abruma y les hace perder mucha de las cosas más valiosas de sus vidas.
La lente de la cámara de Moretti es claramente agnóstica. Si bien es invocado y tenido en cuenta por muchos de los protagonistas, Dios está ausente -o por lo menos muy silencioso- en la película. Por eso, no son problemas de fe los que se controvierten en Habemus Papam, sino dilemas personales, conflictos entre personas y el lugar simbólico que les toca ocupar en la sociedad. Para el que lo quiera ver, la historia de este Papa inseguro cuestiona a los estatutos y la eficacia del poder, pero es una crítica asordinada y, sobre todo, piadosa. A diferencia de la rancia La hora de la religión en la que su compatriota Marco Bellocchio encontraba fantasmas oscuros y malignos en cada rincón del Vaticano, Moretti prefiere ver gente atrapada en ritos y coyunturas que la define, pero que la mayoría de las veces la supera, tipos con problemas graves y grandes responsabilidades, pero también con permisos para descomprimir con espacios para un juego o para hacer palmas en una canción. Para lograr la complicidad del espectador, resulta más eficaz la mirada de profunda tristeza y soledad de Michel Picolli que denuncias de crueles conspiraciones de siniestros purpurados. El truco, que ya no sorprende a quienes vieron más de dos películas de Moretti, consiste en hacernos querer a sus personajes y de esta manera dejar el terreno preparado para recibir las ideas que nos quiere hacer llegar. Resultaría mucho más fácil hacernos pensar en los rincones oscuros del poder clerical presentándonos unos cardenales intrigantes y formales, pero, sin embargo, Moretti prefiere dar un rodeo más grande y empezar por mostrárnoslos como unos simpáticos curitas que juegan al vóley. El mensaje llega, pero nos evita la bajada de línea y la sensación de haber ido al cine a escuchar un sermón.
En algunos directores hay personajes que parecen seguir creciendo a pesar de que su creador no filme sus vidas por algunos años. Este podría ser el caso de Don Giulio, el curita joven de La messa e´finita que en Habemus papam se reencarna en su santidad Melville. Don Giulio salía al sacerdocio seguro de su fe y de sus posibilidades de cambiar un mundo que le resultaba hipócrita e injusto. En cambio Melville ya se dio por vencido, entiende que el mundo es un lugar complejo, con problemas complejos y que él no tiene las fuerzas para hacerse cargo del enorme desafío de orientar a los hombres de fe para hacer de la tierra un lugar mejor. A su manera atea y cascarrabias, Nanni Moretti es también un hombre de fe que, como Don Giulio, cree la humanidad es intrínsecamente buena. Por eso piensa que todavía vale la pena ocupar su tiempo haciendo películas para que las cosas cambien tan solo un poco.