La chica de las artesanías
La película de María Florencia Álvarez es una especie de prodigio en miniatura, que circuló con discreción durante el último Bafici y que ahora viene por fin a iluminar secretamente la cartelera. Pero, ¿quién es la extranjera del título? Lo único que sabemos con certeza de esa chica es que llegó a la Capital Federal desde alguna ciudad de provincia, con un encargo de su madre para entregar una mercadería (al parecer una artesanía o algo así). Sin que se sepa por qué, ni exactamente cuál es la naturaleza de su experiencia, la protagonista se siente cautivada de un modo en apariencia irresistible por alguna clase de misterio que emana de la comunidad árabe establecida en un barrio porteño, a la que accede cuando intenta cumplir con su cometido. La directora nunca ofrece pistas acerca de los mecanismos de esa atracción, y prefiere en cambio concentrarse en los desplazamientos de Martina Juncadella por los planos, en lo que representa una verdadera proeza de equilibrio y fluidez entre la película y su actriz. En Habi, la extranjera la trama importa muchísimo menos que el recorrido de su protagonista de escena en escena, del mismo modo que la película decide desprenderse, con una altivez vibrante, digna del espíritu de modernidad indudable que la anima, de la menor coartada psicológica: Habi, la extranjera enseguida se desentiende con una elegancia ejemplar de la interioridad del personaje, siempre para esgrimir el gesto contundente y eléctrico de mostrarlo en acto, resguardando su misterio y haciéndolo irradiar con auténtica maestría hacia cada rincón de la película. La presencia de Habi no se construye a partir de lo que desea, de lo que intuye o de lo que teme, sino de lo que hace. En realidad sabemos muy poco de esa chica, apenas lo que su cuerpo y su cara recortan sobre el plano, pero es tal la convicción con la que la cámara se concentra sobre ella que esas cosas de las cuales no sabemos nada parecen superfluas. La directora enhebra delicadamente su película sobre el derrotero muchas veces incomprensible de la protagonista, siempre tenue y ligera como una sombra, y establece de paso un credo acerca de la singularidad de lo que aparece delante de cámara. Al cine, podría decir, solo le importa de verdad lo raro, lo incomprensible, lo irrepetible, lo que no se puede describir cabalmente con palabras. El resto es otra cosa. Literatura en imágenes, o quizá algo menos decoroso todavía.