La patota
Érase una vez en Hollywood es la película más luminosa de Tarantino. Lo es, claro, en términos de luz: la historia transcurre mayormente en una Los Angeles de casas bajas que absorbe y duplica el brillo del Sol hasta llenar los planos. Pero también lo es en un sentido afectivo: Tarantino está visiblemente fascinado con la ciudad y su tiempo, unas coordenadas que son menos cronológicas que sentimentales, biográficas incluso. Hollywood aparece como una utopía perdida que la película se esfuerza por recuperar. Cuando empieza la historia, lo que se ve es un ecosistema humano que atraviesa transformaciones profundas: el protagonista, Rick Dalton, es una estrella de televisión que fracasó en su salto al cine y ahora sostiene como puede una carrera que languidece. Para Dalton y para Cliff Booth, un doble igualmente caído en desgracia, el cine es una meta inalcanzable o un recuerdo. Su vida y la de los habitantes de la zona gira ahora en torno de la televisión, como se establece en cada uno de los muchos planos que muestran a personajes fijando la atención en televisores con imágenes afantasmadas y sin colores (salvo el de Dalton, todos los otros aparatos son en blanco y negro). La narración de Érase una vez…, entonces, transcurre bien lejos del cine: trabajar en una película es algo que hace un extranjero recién llegado como Polanski; a su vez, el cine que efectivamente se ve se proyecta en una sala de mala muerte, casi vacía, con un Dean Martin viejo y desmejorado.
Pero incluso en esa decadencia ligeramente crepuscular, Hollywood resulta todavía una fantasía deseable, conserva a pesar de todo algo de la promesa formulada décadas atrás en su época dorada. Ya no una utopía, pero sí un lugar segur:, una casa o una familia a la que se puede regresar (como lo hace Dalton después de terminar su ciclo de spaghetti westerns en Italia). Tarantino introduce una novedad: el universo de referencias incluye al cine pero también a la televisión, es decir, a los programas y a las series con los que creció su generación. Las remisiones a la cultura popular americana incorporan ahora a la televisión y le insuflan el mismo aire de leyenda nostálgica que en otras películas se le dio al cine. En el fondo, a fin de cuentas, se trata de un asunto de imágenes en movimiento y de las historias que cuentan: a lo sumo cambian las pantallas y los hábitos, pero el placer se mantiene, se desplaza siguiendo los cambios técnicos y estéticos del momento. Hollywood se transforma pero retiene su estatuto mítico de fábrica de sueños. Una escena condensa esta extraña aleación entre televisión y cine: Dalton hace a un villano como actor invitado en una serie western. El papel representa para él un trabajo exiguo pero decisivo que le permitiría dotarse de una nueva imagen de actor reputado. Dalton parece dar la talla del personaje pero no se encuentra en forma y previsiblemente equivoca las líneas. Esto, que en cualquier otra película se hubiera resuelto con una típica escena de cine dentro del cine, en Érase una vez… tiene un tratamiento notable: Tarantino muestra sin cortes el rodaje otorgándole la misma importancia a la ficción tanto como a los cortes y a los errores de Dalton. En apenas unos minutos, el director filma una escena impresionante que nos sumerge de lleno en el relato de la serie y nos hace olvidar todo lo visto hasta ahora: la película nos instala completamente en los códigos ásperos del western, en el intercambio de palabras y gestos rudos, y uno quisiera quedarse allí más tiempo, seguir la historia como un espectador cualquiera frente a un televisor. Una magia que Tarantino madura con discreción de maestro.
La trama avanza y los conflictos parecen más bien tenues. De hecho, diríase que solo hay dos: los que hacen a la carrera en declive de Dalton y, en un muy segundo plano, los intentos de Cliff de conseguir trabajo como doble de riesgo. Faltan los villanos: ¿es esto una película de Tarantino? En realidad no faltan, sino que emergen de a poco, su presencia se anuncia varias veces pero sin que se devele del todo el peligro; a diferencia de otros villanos, ya fueran nazis o gángsters, estos conforman un grupo que parece haberse hecho un lugar en Hollywood sin que nadie se percatara de la amenaza. Son hippies, pero la película no se refiere al movimiento sino solo a los que integran la pequeña comunidad dirigida por el clan Manson. Nadie se percata de la amenaza, entonces: como el viejo ciego al que engañan para apropiarse de sus tierras. Están ahí, frente a todos, pidiendo aventones y hurgando en la basura, pero nadie los ve. Predican el amor pero son violentos y se envalentonan en grupo. Cliff se cruza a una de ellos varias veces: esos encuentros reiterados generan una sospecha creciente, hacen pensar en la chica como un emisario del mal que no ceja en su misión de corromper al héroe.
La película no les da demasiado tiempo en pantalla, con mostrar sus formas en una o dos escenas ya es suficiente: algunos diálogos escuchados al pasar permiten reconstruir algo parecido a una filosofía antisistema que rechaza con furia todo lo que representa Hollywood. Eso incluye, antes que nada, su bien más preciado: sus ficciones, presuntos responsables de instilar violencia y de educar en la muerte, según reza la teoría delirante de una de las integrantes. La utopía en descomposición de Tarantino acaba de encontrar a los villanos perfectos: una secta que odia las imágenes, unos iconoclastas de pacotilla dispuestos al asesinato en nombre de crímenes incomprobables. Esos brutos entienden que el vínculo entre las imágenes y el mundo es lineal y unidireccional, sin ninguna clase de accidente o de retroalimentación, como si las obras de ficción fueran un rayo que atraviesa las mentes inertes de espectadores desarmados incapaces de elaboración alguna. Un argumento parecido esgrimen los que hace poco llamaron a “cancelar” a Tarantino bajo los cargos de no sé qué misoginia imaginaria.
Desde el principio, cuando se ve a Charles Manson hablando con Jay Sebring y saludando de lejos a Sharon Tate, queda establecido que el mal vive en el corazón mismo de Hollywood. De ahí en más, la historia de Sharon estará envenenada: su visita a fiestas y a cines, la calma que la rodea una vez que Polanski la deja con sus amigos, todo sugiere la tragedia inminente. En verdad, las escenas con Sharon son de una plenitud absoluta, como si el personaje fuera un ángel perdido en el mundo imperfecto de los hombres. Fui al cine después de haber leído la crítica extraordinaria de Quintín. Quintín cuenta que sufrió mucho creyendo que Sharon iba a ser asesinada en algún momento, y que el desenlace lo alivió. Vi la película sabiendo que Sharon no moría, pero eso no disipó la angustia que la película genera alrededor del personaje: el aire libre y frágil que le da Margot Robbie, de una inocencia etérea y despreocupada, conmueve por sí solo, incluso si Tarantino se sirve del relato para torcer el destino terrible de la Sharon Tate real.
Sharon sale a comer con amigos y la voz en off explica que el calor la sofocaba esa noche. La banda sonora es tal vez la más triste que se haya escuchado en una película de Tarantino: de fondo suena, como un presagio, “Out of Time”, de los Stones. El estribillo repite “baby, baby, you are out of time”, que no sugiere tanto el estar fuera de época como el haberse quedado sin tiempo. Esa ambigüedad semántica funciona como un puente que habilita un desenlace impensado: si el tiempo falta, si ya se terminó, bien puede hacérselo saltar por los aires, colocarse por fuera de él. Una vez más, el cine se vuelve para el director el dispositivo que permite pensar y comentar el mundo. Esta vez se trata de salvar a Sharon de una banda de asesinos despiadados justo cuando el espectador espera que suceda algo horrible. Rescate de último minuto, como en los western que se filman para televisión en los estudios en crisis de Hollywood. Pero rescate ficcional, sobre todo, intento de enmendar la Historia a la manera de Escape a la victoria, cuya nobleza se respira y siente todo el tiempo en Érase una vez… (más allá de las referencias explícitas); insumo narrativo o suplemento que ayuda a imaginar un mundo mejor del que nos toca en suerte. Al final, cuando lo peor ya pasó y la patota fue ajusticiada, Sharon habla desde un portero y es como si se escuchara desde lejos a un ser divino; unas puertas se abren y se invita a Dalton a entrar. La cámara lo sigue y observa el encuentro final con un plano cenital; el ángulo no debe entenderse como un gesto de distancia, un tic de realizador que posa de entomólogo, sino como la mirada de un director que juega a ser un demiurgo bondadoso. La escena transcurre de noche pero parece tocada por el mismo brillo y la misma calidez solar de los momentos diurnos.