Un cálido beso a los fantasmas
En la escena que inaugura el clímax, una de las hippies del clan Manson le dice a los otros tres que la acompañan en un auto que su generación se crió viendo asesinatos en la tele y que es hora de devolverle la violencia a los que la interpretaron en la ficción. “Qué buena idea”, o algo así responde el grupito, seguramente con ácido hasta la médula y cargados con gracia amateur con un revolver viejo y unos cuchillos que parecen de cocina, listos para mandarse a acribillar a quien se crucen por Cielo Drive, asfalto de Beverly Hills y hogar dulce hogar de la verdadera y de la ficticia Sharon Tate (acá Margot Robbie), además de la calle donde también vive Rick Dalton (Leonardo DiCaprio), el protagonista de este cuento cargado de verdades cinematográficas y al que la realidad lo tiene sin cuidado, tal como pasaba en Bastardos Sin Gloria (Inglourious Basterds, 2009), donde Tarantino recreaba los hechos a gusto y piacere. Esa hippie que quiere sangre es también la voz de los detractores de Tarantino, una representación de los que se quejaron de su estilización de la violencia durante toda su carrera. Tarantino los aglutina en la carne de una histérica desquiciada a la que achicharra con un lanzallamas en una escena que se permite el slapstick y una resolución de explotación. Palo para sus críticos y para la corrección política en general; sobre todo para el discurso biempensante que pareciera dominar una industria que hasta pretende eliminar las escenas en las que los personajes fuman, de todo audiovisual que ande dando vueltas. Fachoprogresismo que Tarantino esquiva metiéndole un cigarrillo tras otro a los pulmones de su Rick Dalton.
Lo paradójico de estos tiempos es que el cine mainstream que menos le cede al statu quo proviene de directores que hacen películas que se paran más cerca de la derecha que de la izquierda (podríamos también encasillar en esta cruzada anti-lugares comunes del progresismo shampoo al neonihilista S. Craig Zahler o a ese otro genial historiador deforme de Mel Gibson). Por eso al New Yorker -que todavía extraña a Pauline Kael, o debería- este cuento le pareció regresivo y reaccionario. Sobre todo porque la película no se posa sobre el hippie romantizable; el que se ponía el disfraz y pedía amor y paz desde su posición pequeñoburguesa, sino que se articula con el hippie lumpen; ese que retrató Joan Didion para las escuelas de nuevo periodismo y que Tarantino muestra revolviendo la basura; que se la daba en la pera como estilo de vida y no como jueguito de fin de semana, y que transformó el símbolo de la paz en un cuchillo o un fierro cargado, más como gesto religioso que político.
De todas maneras, lo hippie es lateral y accesorio; la película no es tanto un retrato de un incidente (el fin del hippismo americano, aquel 9 de agosto de 1969) sino una ópera pop autoconsciente que ensaya un adiós lejano a una industria que mutó hace rato. En ese homenaje en el que Tarantino musicaliza ya literalmente como DJ radial y en el que sus personajes se mueven todo el tiempo en cuatro ruedas que podrían pertenecer a Russ Meyer como las de su “prueba de muerte” del 2007, el verdadero héroe no es Rick Dalton sino su doble de riesgo, Cliff Booth (Brad Pitt); el héroe estoico que lleva la antorcha del mito y que además de ser su costado maldito, podría ser mudo o sólo guiñar un ojo, como los héroes de Walter Hill, de Don Siegel, o de Leone. De hecho, Dalton representa al héroe del western clásico (más allá de que durante la ficción se vaya a Italia a filmar con Corbucci y los capos del spaghetti), a la moral completa, al que busca y encuentra redención; un personaje que incluso podría ser (o lo es) el protagonista de un drama existencialista. Personaje especular de Jackie Brown (la enorme Pam Grier), otra a la que las cosas no le salieron como esperaba y que también caminaba por un Los Ángeles del pasado salido de los recuerdos del director.
Cliff Booth, por el contrario, es un personaje más ambiguo y misántropo como podría serlo un héroe del western europeo. Antihéroe al que Tarantino le escribió un pasado femicida, una de las máximas escupidas de la película al ojo de la tensa coyuntura, y que no respeta ni a Bruce Lee. Tarantino filma un cuento de hadas que es tan feel good como angustiante, y que es también una síntesis de su carrera como ya había pasado con Los 8 Más Odiados (The Hatefull Eight, 2015), una propia relectura de Perros de la Calle (Reservoir Dogs, 1992) a la que le sumaba veintipico de años de experiencia. Había una Vez…en Hollywood es un beso en la frente fría del cadáver del fílmico que ya no vemos, y del laburo de una industria que cambió las salas por el living o el subte. Una despedida a un tipo de cine que se va llenando de fantasmas, como el de Sharon Tate mirando su propia película y cargándose de felicidad con las reacciones del público; premio que, según Tarantino, es el más gratificante de todos, y que se puede recibir en patas, sin smoking ni frivolidades.