El maestro Quentin Tarantino regresa luego de 4 años de ausencia con “Había una vez… en Hollywood”, la película más esperada del 2019. Y con ella, continua el sendero que ha marcado esta recta final de su carrera: el revisionismo histórico. La reescritura de acontecimientos del pasado bajo
la visión y la inventiva del director.
En el 2009, con “Bastardos sin gloria” se apropiaba de la ocupación Nazi en Francia, para contar una historia de venganza en la que al final acababa haciendo justicia poética contra Hitler. Luego, en “Django”, uso la esclavitud del siglo XIX para narrar un western sostenido por otra venganza, y en “Los 8 más odiados” se instalaba en el período de la Guerra de Secesión. Ahora con “Había una vez… en Hollywood” recrea un período que a Tarantino siempre le ha fascinado, el Hollywood de los años 60’, ese el de las estrellas y el que definió el traspaso de la antigua industria a la nueva.
Estamos, sin dudas, ante la película más libre y personal de Quentin Tarantino. Y en cierta manera, también la más extraña y poco habitual. “Había una vez… en Hollywood” constituye toda una experiencia fuera de lo común en esta actualidad cinematográfica. Es totalmente comprensible que divida aguas ya que rompe con mucho de lo que podríamos esperar de una película de Tarantino: no tenemos la violencia ni la venganza como
ejes principales, al contrario, se trata de uno de los films más densos, amables, graciosos, sensibles y humanos que ha rodado hasta la fecha.
Quentin Tarantino filmó una película a la vieja usanza, alejada del ritmo y los estándares actuales. La estructura del film se sostiene con tres patas que se van moviendo en paralelo. Una es la de Rick Dalton (DiCaprio), una vieja estrella de westerns de televisión que atraviesa los cambios de paradigma de los estudios y la escasez de trabajo. La otra es la de Cliff (Pitt), el doble de acción y mejor amigo de Rick Dalton. La última trama es la de Sharon Tate (Robbie), la actriz y esposa de Roman Polanski, que fue brutalmente asesinada por la secta de Charles Manson en los años 60’. Todas ellas se van tejiendo y desarrollando en simultáneo a lo largo de un día. La cámara se mueve en torno a esta triada de personajes, los vemos en sus rutinas diarias, y dentro de esas rutinas se introducen pequeños pasajes de flashbacks al pasado que rompen la temporalidad lineal y le dan
nuevos matices a la historia.
ONCE UPON A TIME IN HOLLYWOOD Brad Pitt (L) and Leonardo DiCaprio credit: Andrew Cooper/Sony Pictures
“Había una vez… en Hollywood” se constituye de la gratuidad. A Tarantino le atrae más bien hacer de esas tres tramas una excusa para mostrarnos la radiografía de ese Hollywood de los 60’ que estaba atravesando grandes cambios: Los Ángeles, las películas, las series, el proceso de rodaje, la decadencia del western en Estados Unidos y el trabajo de los dobles. Tarantino se mueve por todos esos lados sin presentar un conflicto realmente nítido, nada que tensiona los hilos, y allí reside el
principal ‘problema’ que muchos espectadores puedan llegar a tener.
La industria del s.XXI nos acostumbró a esperar un bombardeo de estímulos y de ritmo frenético, lo que está claro que acá no interesa en lo más mínimo. Quentin Tarantino goza de la máxima libertad creativa para mostrarnos una radiografía de la época y escribir una carta de amor a ese viejo Hollywood que se movía con otro ritmo.
Sus 165 minutos no son más que un festín de gratuidad que le permite experimentar y darse el gusto de probar todo lo que se le antoja. Filma con todas las texturas y formatos posibles: blanco y negro, color, todas las relaciones de aspecto, todas las cámaras, formatos en 8mm, 16mm, 35mm, y hasta incluso se atreve a filmar una escena de terror extraordinaria.
No hay razón de enojo en la representación de esta Sharon Tate. Si bien se trata de un personaje con poco peso dramático y sin apenas diálogos, se le rinde un homenaje de una belleza enorme. La Tate de Margot Robbie es una figura magnética, alegre y de una bondad descomunal. Ese ingreso de Tate en el argumento le permite introducir el tema de Manson, acontecimiento fundamental a fines de los sesenta. Obviamente que a Tarantino no le interesa retratar fielmente todo eso, si no reescribir el mito para forjar algo nuevo.
La parte más tarantinesca del asunto aparece en la media hora final. La serenidad del film se quiebra con un explosivo desenlace un tanto abrupto. Aparece todo lo que hace al cine del director: la plasticidad, el humor y la violencia. Un quiebre extraño predispuesto a terminar contentando a los
fervientes admiradores, pero también la chance de ejercer otra de esas justicias poéticas que tanto le encantan al realizador.
Del otro lado, Leonardo DiCaprio y Brad Pitt probablemente sean la mejor dupla que nos dio el cine en los últimos años. Simplemente monstruoso lo que hacen en la pantalla. DiCaprio absolutamente
multifacético, ofrece todos los matices posibles de una actuación tan gloriosa como inolvidable, mientras que Pitt interpreta a un hermoso personaje perfectamente desarrollado.
Quentin Tarantino recupera algo que parecía perdido: el poder de la gratuidad, aquel concepto tan ligado a lo que era el cine clásico. Esas escenas colocadas por y para el disfrute del público, aún a
pesar de que parezcan no conducir a nada. Estamos acostumbrados, en la mecánica de la cinematografía actual, a pensar en que cada escena debe llegar a algo, y si no llega a algo es porque es fallida o mala. Esta obra rebosa libertad. Un film que sale desde el corazón y en donde básicamente Tarantino hace lo que se le antoja.
Extraña pero preciosa, Tarantino sigue siendo la máxima expresión de lo que es el cine. Un gran que con las horas se agiganta cada vez más.