Digámoslo de entrada: Once Upon a Time…in Hollywood es la película más bizarra de Tarantino. Pero no en el sentido de la rigidez conceptual y casi estructuralista, por ejemplo, de Death Proof, sino por razones mucho más intrigantes. De hecho, el primer sentimiento de extrañeza llega al cabo de apenas unos minutos: Tarantino nos presenta a sus personajes de ficción del Hollywood de los años 60, Rick Dalton (DiCaprio) y Cliff Booth (Brad Pitt, su doble para escenas de acción, asistente y amigo) con esa serie de tics narrativos de su cosecha, y prestados, en todo caso abundantemente imitados (mini flashbacks voladores, imagen congelada, rótulos, distancia irónica, etc., etc.) y que, tal vez por primera vez, chirrían, como si un estudiante de cine estuviese intentando hacer algo como Tarantino y le hubieran concedido mucha plata y estrellas para hacerlo. Pero esa desorientación deja progresivamente lugar a otra, más profunda, más compleja, insisto, lejos de las dilataciones conceptuales, de los diálogos o secuencias estirados hasta el tour de force, de las demostraciones de control de Tarantino sometiendo a su espectador a su talento y sus diversas artimañas. Lo que choca aquí, de hecho, es el tono extrañamente apaciguado, la aparente dulzura con la que Tarantino, siguiendo a unos personajes cuyo interés e importancia en una trama más grande que ellos no podemos dejar de preguntarnos, describe un Hollywood decadente, bastardo, casi en vías de descomposición. Las idas y venidas entre televisión y cine destrozan el amor propio de los actores, el western spaghetti explota el genio interpretativo americano, pero Tarantino parece querer mostrar que, en ese momento que antecedió al asesinato de Sharon Tate y sus amigos a manos de la banda de Charles Manson, Hollywood vivía un momento único en su inevitable y gloriosa putrefacción: una época en la que los géneros se dinamitaban, en las que Dean Martin y Sharon Tate daban tortazos filmados por Phil Karlson, en la que la televisión parecía llevar al extremo el concepto del entretenimiento y Hollywood respondía creando un circo mágico en el que Bruce Lee podía convivir con Roman Polanski.
Esa descripción apaciguada y sentida de la vida de sus protagonistas, más aún que otros momentos melancólicos del cine de Tarantino (como en Jackie Brown), genera por su ausencia de tensión y, por momentos, de distancia crítica (como cuando las series en las que actúa el personaje de DiCaprio dejan de ser vistas a través del filtro de la ficción y estética de la época y parecen ser directamente filmadas por Tarantino), un sentimiento totalmente nuevo en su cine. El de haber querido captar en la ridiculez de un actor en declive, la brutalidad de su doble, y la nobleza de su amistad, la triste y sin embargo luminosa belleza de una época terrible. No hay nada de utópico en esos años de flower power: la banda de Mason no deja de ser una degeneración que respondía a otra degeneración (la del Hollywood “facha”), sólo que en ésta había algo noble y que merece ser contemplado, contado, sentido.
Hablando de épocas, en la actual, y puede que sea un disparate decir lo siguiente, pero creo que Instagram ha reemplazado a la literatura a la hora de contemplar uno mismo su vida en tercera persona, de añadir una distancia analítica a lo que hacemos, de intentar idealizarnos y elevarnos. Una vida acompañada por la literatura era, en el mejor de los casos, pero con frecuencia, una vida que podía ser contemplada por uno mismo en sus aspectos cotidianos, en sus gestos, en sus rutinas. Creo que Instagram ha roto esa continuidad: no importa lo que hagamos, siempre y cuando encontremos el espacio suficiente para hacer algo un poco, el tiempo justo para capturarlo, crear una ilusión. Y creo que el cine se está viendo afectado por esta nueva forma de ver nuestras vidas: cada vez más las películas describen apenas unos trazos de una vida y los personajes podrían estar muertos o no en cuanto desaparecen del relato, sus vidas cortadas y cercenadas, condenadas a ser lonchas de un embutido, rodajas visibles pero incontinuas de una fruta jamás completa. Puede que por eso y pese a sus defectos resulte salvadora esa extraña insistencia con la que Tarantino describe rigurosamente el día a día de sus personajes. Cliff, esté o no esté en pantalla, tiene una vida que ha sido
descrita de tal modo que nos parece entera: sabemos que llega en su coche cada mañana a casa de Jack y que luego le conduce donde precise con el coche del actor, que recorre siempre el mismo camino de vuelta para hacer trabajillos en su casa, y que por las noches vuelve a toda velocidad en su bólido a su caravana, donde vive con su perro, junto a un drive in. Sabemos qué le da de comer, cómo come él, conocemos su soledad. Por eso, en este montaje sin duda aún no terminado, en la que muchas secuencias parecen sobrar, en la que al cabo de más de hora y media de película todavía seguimos preguntándonos por qué Tarantino cuenta lo que está contando, se crea el sentimiento de presenciar algo importante en sus momentos más anodinos, algo, incluso, emocionante (y las risas de muchos espectadores ante los momentos de depresión de Rick ante su propia carrera, como en la larga y tal vez mejor secuencia de la película, en la que Rick dialoga con una joven actriz de ocho años e interpreta una escena con ella, resultaban mucho más chirriantes que las aparentes imperfecciones y fallos de la película). Será precisamente ese cuerpo sin nombre, ese cuerpo de doble, el que salve (o al menos parezca poder hacerlo) esa época extraña e informe de Hollywood, en la que un especialista como él podía matar a su mujer en oscuras circunstancias y salir airoso del asunto, sobrevivir y redimirse en su propio ostracismo. Polanski es presentado literalmente en la película como la gran esperanza de ese Hollywood, alguien capaz de salvar a un actor, conducirlo por su “Cielo Drive”, donde vivía y cuyo nombre parece materializarse en el último plano de la película. Es la nostalgia compleja y moralmente al borde del límite de Tarantino: la de haber deseado que nada hubiera cambiado, en unos tiempos salvajes y decrépitos, vacíos y alucinados, egoístas y decadentes. Precisamente ese tipo de épocas en las que la palabra amistad (en el sentido más viril y habrá quien lo tilde de rancio, de ser “más que un hermano, menos que una mujer”) podía todavía significar algo.