Una película imperfecta, de esas que logran quedar en la memoria, hecha con placer por la pantalla grande.
Con una mano en el corazón, ¿de cuántos directores de cine, hoy, espera una película? ¿Allen, Almodóvar, Spielberg? Seguramente los nombres son pocos y seguramente uno de ellos es Tarantino.
El estadounidense, como los anteriores, es un autor que establece con su público un diálogo doble: por un lado, contarle una serie de cuentos (sus películas tienen mucho más que una historia, están llenas de pequeños cuentos engarzados) y, por otro, compartir con nosotros qué le gusta –y por qué– del cine.
Lo hace subrayando lo que hay de bello en un plano, o recurriendo a un artificio luminoso. Y al mismo tiempo, llena las películas de conversaciones que queremos escuchar.
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“Había una vez…” es la historia de un actor de TV al filo de terminar su carrera (Di Caprio), de su doble y mejor amigo (Pitt), de Sharon Tate gozando de verse en el cine (Robbie), y del final de los años sesenta, el momento en el que el cine tomó conciencia de que la era de oro tenía veinte años muerta y enterrada y era libre para ser violento, ser sexy, ser sangriento, ser veloz.
Todo eso es “Había una vez en Hollywood”, una película imperfecta (solamente las películas imperfectas logran quedar en la memoria, pero no nos vamos a detener a desarrollar la demostración aquí) hecha con placer por la pantalla grande.
Sí, también es algo así como una elegía, como si el cine ya no existiera más, y de allí que el conflicto central sea cine vs. televisión. Pero al menos es, paradójicamente, una elegía feliz.