Reescribir la historia
En Había una vez en Hollywood, Quentin Tarantino vuelve a poner en marcha el artificio del cine con una carta de amor a Los Ángeles y a la amistad.
"Alfonso Cuarón tuvo el barrio de Roma de Ciudad de México, en 1970. Yo, Los Ángeles, en 1969. Esta película soy yo. Ese es el año en que me formé como soy. Yo tenía seis años entonces. Este es mi mundo. Y esta es mi carta de amor a Los Ángeles”, declaró Quentin Tarantino meses antes de estrenar su novena película, Había una vez en Hollywood. Ray Bradbury también le escribió una carta de amor a Los Ángeles, recordando cuando a sus catorce años vio a W.C. Fields frente a los Estudios Paramount. Se acercó a él arrastrando sus patines y le pidió un autógrafo. “Y allí estaba, afuera de los Estudios Paramount, mirando la pared por encima de la cual esperaba algún día poder trepar para convertirme en parte de las películas”, escribió Bradbury en uno de sus más bellos ensayos. Más tarde se cruzó con George Burns frente a un teatro en el centro de Los Ángeles, donde junto a Gracie Allen transmitían su Show de Burns y Allen todos los miércoles. El pequeño Bradbury le pidió presenciar la transmisión, aunque ya no se usaba que hubiera público. Con los patines bajo el brazo, el adolescente de catorce años entró con un amigo a un teatro vacío, para ser testigos de una magia hasta ahora invisible. “Los Ángeles, ¿cómo es mi amor por ti? Déjame que cuente las maneras en que te amo, o, tal vez, déjame que cuente esa manera que las abarca a todas”, recitaba Bradbury en este texto del que se desconoce fecha de creación. Durante los años siguientes de aquel día en patines que cambiaría la vida de ese adolescente soñador, Bradbury le envió guiones primitivos de radio a George Burns, quien los elogiaba aunque en el fondo pensaba que eran horribles, asegurándole que tenía un gran futuro como escritor.
Tarantino conoció Hollywood de niño desde el living de su casa, viendo los dibujos animados que daban los sábados a la mañana por televisión, pegado a la pantalla cada vez que transmitían el programa La casa del terror. En 1969, año en el que transcurre Había una vez en Hollywood, tenía apenas seis años, pero toda esa atmósfera de la música que pasaban en la señal de radio 93KHJ, el protagonismo de los disc jockeys y, en particular, el cine como educación sentimental. En 1969 convivían en el cine Topaz de Hitchcock, El ejército de las sombras de Jean-Pierre Melville, El valle de Gwangi con los efectos de Harryhausen, el western protagonizado por Paul Newman, Robert Redford y Katharine Ross, Butch Cassidy and the Sundance Kid, Midnight Cowboy de John Schlesinger, películas de Gamera y Godzilla, y, una de las cosas que más impactarían a Tarantino, el estallido del spaghetti western. El Puro se sienta, espera y dispara; Los pistoleros de Paso Bravo; Corre, cuchillo, corre; El especialista, son solo algunas de las películas que se estrenaron solo ese año. Para ese momento Sergio Leone, uno de los directores que más marcaron y homenajea Tarantino, ya había estrenado varias de sus obras claves -Por un puñado de dólares (1964), La muerte tenía un precio (1965), El bueno, el malo y el feo (1966)-, presentando en la forma de fijar la vista de Clint Eastwood, en la manera de sujetar la armónica de Charles Bronson, en cómo recorre la cámara de las botas al sombrero a los personajes, en hacer durar más una acción a través de la estilización del ralenti, un puñado de recursos que lo formarían como autor obsesivo a Tarantino. Es, en gran parte, el poder de relativizar el peso del tiempo cuando la preparación para un duelo convierte a una escena más en una ceremonia donde la elegancia es la mayor protagonista del relato. Porque los minutos previos a los disparos son tan o más importantes que la secuencia clave que todos están esperando. Como aquella conversación inicial en el bar que tenían los personajes de traje negro en Perros de la calle (1992), donde discutían sobre el verdadero significado de la letra de Like a Virgin de Madonna.
Había una vez en Hollywood vuelve a meterse en aquellas películas, incluso reversionándolas. Jugando con las expectativas del espectador en cuanto a ese esperado duelo, golpe maestro o revelación final que cree conocer, en este caso con el asesinato de Sharon Tate y amigos en manos del clan Manson. Tal como lo hizo en Bastardos sin gloria (2009) con el destino de Adolf Hitler. A Tarantino jamás le importó la realidad, es amante y marido del artificio. En sus películas reescribe la historia, como un niño que le cambia el final a los cuentos clásicos. Pero Había una vez en Hollywood es mucho más que un recurso, es la película de Tarantino que habla de amor sin adornos. El amor recíproco e inexplicable entre una estrella del cine venida a menos y su doble de acción.
Cuidarse las espaldas
No hay acto de amor más grande que poner el cuerpo por el otro. Eso es lo que hace Cliff Booth (Brad Pitt), el doble de acción del actor de cine y TV Rick Dalton. Interpretado por un Leonardo Di Caprio histriónico, este personaje comienza a ser testigo de cómo su carrera ya no es la que era. El fin de la era de oro de los Estudios, la llegada del cine de autor y de nuevos nombres que miran a través de la cámara y la irrupción de la televisión en cada hogar cambiaron el presente y futuro de este actor que siente que está para más que los papeles que le dan para pilotos de televisión. “Es oficial. He pasado de moda”, dice Rick desolado. Pero ahí está Cliff para lanzarle una palabra de aliento: “Eres el puto Rick Dalton. Que no se te olvide”. Una línea improvisada por Brad Pitt al recordar que a principios de los 90 se sentía en el set igual que Rick Dalton: quejoso y un tanto deprimido. De repente, un hombre apareció entre el decorado y le gritó: “Deja de lloriquear. Eres el puto Brad Pitt. Ya me gustaría a mí ser el puto Brad Pitt”. Ahora es él quien cuida la autoestima de un compañero de trabajo, cómplice y amigo. Tarantino encuentra una excusa para mostrar películas y programas inventados de los que fuera parte Rick. Es ese momento donde el director cinéfilo construye su propio videoclub, el museo de sus caprichos. Es también la forma de explicarnos que en un pasado Rick era el héroe de las películas, y ahora es el villano. Aquel que siempre pierde la pelea. “¿Quién va a vencerte la semana que viene?”, le tira con saña Marvin (Al Pacino), para convencerlo de que acepte filmar spaghetti westerns en Italia. La peor pesadilla para el ego de Rick. Él es el tipo que casi tuvo la oportunidad de convertirse en una estrella cinematográfica eterna, y eso es una tortura para el personaje. No haber estado en el lugar correcto en el momento idóneo para que ese suceso ocurra.
El actor cada día más golpeado vive en una lujosa casa en Hollywood pegado a sus nuevos vecinos, Roman Polanski (Rafal Zawierucha) y Sharon Tate (Margot Robbie). Tres estratos sociales muy diferentes: Sharon Tate teniéndolo todo, Rick Dalton perdiendo cada día más y Cliff Booth sin tener nada para perder porque, salvo un tráiler y un hermoso perro, no posee grandes cosas. Lo más valioso que tiene es la amistad y el trabajo que le da Rick. Y, aunque tenga una enorme pileta y batas de seda, lo más valioso que tiene Rick también es su relación con Cliff. Sobre todo porque es lo único auténtico que tiene en su vida. Quien realmente lo conoce y lo cuida como si fuera su propio cuerpo. Hay entre ellos un vínculo de fidelidad sin reproches ni ataduras. Es un amor de hace nueve años que siguen eligiendo día a día. No como un matrimonio aburrido que está harto de las mañas del otro. Rick y Cliff pueden compartir un viaje en auto en silencio o emborracharse hasta perder la consciencia, discutir un programa de TV y mostrarse frágiles sin importar el orgullo de la hombría.
“¿Sabés quién es un verdadero amigo? Alguien que cuidará a tus gatos cuando te mueras”, dijo William Burroughs. Rick no tiene gatos, pero seguramente, y aunque no parece querer demasiado a los animales, él cuidaría del perro de Cliff si le pasara algo. Entre ellos existe un pacto de honor que va mucho más allá del dinero que recibe Cliff para cuidarlo de las caídas a Rick. Representan un vínculo irreemplazable. Steve McQueen tenía a su propio doble de acción, Bud Ekins. Es el piloto que realizó el salto en El gran escape (1963), y por él McQueen le agarró gusto a las motos. Fue la relación con su doble, y la pasión que este tenía por las motos, lo que inspiró a Steve a proponer el escape épico del campo de concentración en El gran escape, un salto en el que se hizo daño el actor y donde Bud Ekins se subió a la moto para proteger el cuerpo de Steve, quien se convertiría en un amigo importante en su vida. Bud Ekins participó de la preparación del rodaje de Había una vez en Hollywood y conoció a Brad Pitt, quien, de alguna manera, trasladaría parte de su experiencia a la pantalla. Y para ello debía entender qué es ese sentimiento tan misterioso que une a una estrella con su doble de acción. Bud Ekins murió cuando comenzó el rodaje, justo cuando nació Cliff Booth. Como si hubiera reencarnado en ese personaje de acción que conduce el auto de Rick, y que lo cuida a sol y sombra como Ekins a McQueen.
Los hombres sí lloran
Las películas de Tarantino no se caracterizan por hacernos llorar. Son festivas, graciosas, lúdicas, incluso para bailar arriba de la butaca, pero, más allá de alguna escena de Django sin cadenas (2012), a Tarantino no le interesa focalizar demasiado en esas emociones. Sin embargo, en Había una vez en Hollywood pasa algo distinto: hay una escena en la que Rick está interpretando un personaje con un bigote postizo. Él desprecia ese programa y la caracterización que encargó el director, porque siente que nadie se va a dar cuenta de que Rick Dalton está tras ese bigote postizo. En pleno rodaje del western, Rick olvida su letra, y tiene que pedir que le recuerdan el diálogo. El actor experimentado se odia a sí mismo por haber quedado en ridículo frente a todos, en parte por haber tomado mucho la noche anterior. En un recreo, charla con una pequeña actriz de ocho años, una nena de trenzas que le transmite la importancia de superarse día a día como “actor”, ya que prefiere no decir actriz la niña. Finalmente, Rick decide improvisar en una secuencia: pronuncia unas palabras frescas y tira a la nena de trenzas al suelo con la maldad que caracteriza a su villano, Caleb. El director lo felicita y la niña le dice al oído: “Es la mejor actuación que vi en toda mi vida”. Rick se quiebra en llanto al descubrir que puede seguir brillando aunque trabaje en obras menores. Tal vez ya no pueda ser la estrella de la nueva película de Polanski, pero aún puede ser la estrella del set. Y eso no es poco: descubrir que todavía puede amar su trabajo. Ser consciente de que aún tiene mucho para dar a la cámara.
Cambiar la historia
Había una vez en Hollywood no es un retrato de Los Ángeles. Es la ciudad de las autopistas a través de los ojos juguetones de Tarantino. Por eso es que Sharon Tate no muere asesinada en esta película, y son Cliff y Rick los héroes que matan a golpes y con un lanzallamas al clan Manson que en la vida real mató a los vecinos de al lado. Pero hay otros detalles más caprichosos: la caricaturización de Bruce Lee, construcción que enojó bastante a la hija del artista marcial. En una de las pocas escenas que protagoniza, Lee (Mike Moh) se manda la parte y grita que él le daría una paliza a Cassius Clay (Muhammad Ali). Cliff se burla de él y termina estampando al actor hongkonés contra la puerta de un auto. El Bruce Lee verdadero jamás dijo eso. El Dragón miraba cómo Ali peleaba con distintos boxeadores, y observó a través del espejo para responder cada hipotético golpe del Campeón de peso pesado. “Todo el mundo dice que debo luchar con Ali algún día. Estoy estudiando cada movimiento que hace. Estoy llegando a saber cómo piensa y se mueve”, le confesó a Bolo Yeung. Pero al instante admitió su derrota: “Mira mi mano. Son manos de un pequeño chino. Me mataría”. Una hermosa anécdota contada por Mass Appea, en el libro The Making of Enter the Dragon, publicado en 1989. A Tarantino le importan menos las biografías que reinventar a las personas en personajes. Hacerlas parte de su mundo. Y, en ese pasaje, hay quienes celebran o abuchean el recurso. La cuestión es cuál es el fin de la utilización de tal recurso. En este caso no tiene demasiado sentido, más allá de ridiculizar a Lee, de hacer un chiste sobre un egocentrismo que muchos que lo conocieron ponen en discusión. En cambio, con respecto al asesinato maquiavélico en manos del clan Manson, muestra otra intención: la de cambiar el oscuro pasado de un hecho a través del poder de la ficción. Preguntarse qué hubiera pasado si la historia hubiera sido diferente. Tarantino se anima a impedir el escape de Adolf Hitler en Bastardos sin gloria y a salvarle la vida a Sharon Tate en Había una vez en Hollywood. Porque la realidad modifica el cine, y el cine funda una la realidad mejor.
Un final de película
Mucho antes de escribir cuentos y novelas, Ray Bradbury vendía diarios en una esquina. Cuando pasaban sus amigos y le preguntaban qué estaba haciendo, él respondía que estaba convirtiéndose en escritor. “No pareces escritor”, le decían. “Pero me siento como si lo fuera”, respondía. Un poco como Tarantino comenzó a sentirse director mucho antes de filmar, en esos años donde trabajaba en un videoclub viendo películas de artes marciales, spaghetti westerns de Sergio Corbucci o comedias de Russ Meyer. Si leer es también una forma de escribir, mirar películas también es una manera de hacerlas. Y Tarantino plasmó esa idea una y otra vez en su filmografía, en particular sobre Había una vez en Hollywood.
En 1956, Bradbury fue al estreno de Moby Dick a un cine rodeado de gente que esperaba afuera bajo la lluvia. Miró a lo lejos y descubrió que, entre ellos, había dos personas que en su niñez pedían autógrafos junto a él, cuando era un pre adolescente que merodeaba por los Estudios Paramount. Por primera vez era Bradbury quien firmaba los autógrafos. “Se los firmé con lágrimas en los ojos, sabiendo que, tras mucho tiempo, había trepado por encima de la pared con los patines bajo el brazo”, escribió. Varios años después, en un banquete donde Bradbury debía entregarle un premio a Spielberg, el escritor ya consagrado vio sentado en una mesa del rincón al mismísimo George Burns, la persona que le permitió en 1934 escuchar en vivo Show de Burns y Allen y quien le aseguró que iba a triunfar como escritor. Bradbury lo reconoció en palabras frente al micrófono, pidiendo entregarle un premio a Burns, el hombre generoso que le dijo que era espléndido cuando no lo era. “¿Era usted? Lo recuerdo”, le dijo Burns al acercarse. Y se dieron un abrazo luego de cuarenta años sin verse. Había una vez en Hollywood es el premio que entrega Tarantino a todas las películas que le abrieron la curiosidad por trabajar en Hollywood, pero sobre todo a aquellos que le abrieron la puerta de un estudio cuando nadie creía en él. A los Cliff que fue conociendo con el paso del tiempo, aunque no sean sus doble de acción. Es una carta de agradecimiento a Los Ángeles, pero en particular al Tarantino niño que vivió en esa ciudad soñando con ser parte de un set. Con entender qué sucede detrás de escena. Por eso el director le dedica tantos minutos a los rodajes en su novena película. Porque lo que sucede delante de las cámaras es una consecuencia de lo que sucede detrás.
Había una vez en Hollywood es una película de amor sobre el trabajo, sea de estrella, de actor venido a menos o de doble de acción. No hay papeles ni géneros menores cuando hablamos de cine o televisión. En el cine de Tarantino no hay categorías que dividan a las obras con mayúsculas o minúsculas, porque todo es parte de la escuela sentimental que nos ayuda no tanto a entender al mundo, sino a sobrevivir a él con la mayor astucia posible. Y hasta, a veces, ser felices. De eso habla Había una vez en Hollywood: de aprender a estar contentos con lo que tenemos enfrente, sea un papel en un western, la compañía de un perro adorable o la magia inexplicable de ver televisión en silencio con un amigo cómplice que no necesita prometer amor eterno para hacerle saber que estará siempre a su lado. En pleno estrellato o en la miseria del olvido.