La última película de Quentin Tarantino resulta una de las gratas sorpresas de la temporada cinematográfica y a la vez uno de los estrenos más esperados vía Hollywood. Completamente distante del dantesco y alegórico universo llevado a cabo en “Los odiosos ocho”, su novena película como director lo encuentra recreando, bajo su original mirada, una serie de eventos ocurridos a fines de los años ’60, en el convulso mercado de estudios cinematográficos sito en el corazón californiano.
Al comenzar la película, Tarantino se encarga de mostrarnos el tejido social y político de una Estados Unidos sumida en la guerra de Vietnam a través de diversas referencias culturales, qué nos sirven de pistas para decodificar la identidad de una nación qué convivía con el hippismo y las nuevas modas imperantes. Al respecto, Tarantino se vale de notables guiños que nos ambientan en la escena: carteles publicitarios, lugares gastronómicos icónicos, la moda reflejada en los autos y en las vestimentas y -no resulta un dato menor-, una radio y una televisión que -permanentemente- se convierten en un relato en segunda voz qué nos habla del paradigma social en ferviente ebullición. Será virtud del espectador captar estas pistas con la consiguiente pérdida idiomática: las menciones radiales o televisivos no están traducidos en los subtítulos.
El director de “Tiempos Violentos” (1994) recrea la realidad de un Hollywood que luchaba por resurgir; quebrado el sistema de estudios, cambiada por completo la faz de la industria a la llegada de la televisión y derogado el dudoso código de moralidad Hays, el cine industrial se encontraba ante un cambio de paradigma. Quiebre necesario que lo posicionaba de vara a una nueva era; el Neo Hollywood se posicionaba fuerte plataforma expresiva para directores con ideas renovadoras, intelectuales, transgresoras y comprometidas. Una época de cambios y reinvención, lejos del clasicismo de los años dorados.
El autor capta a la perfección el espíritu de la industria, mostrándonos el detrás de escena de un rodaje, al tiempo que hace hincapié en la todopoderosa figura del director, las miserias de toda estrella por conservar su status y los negociados de los estudios para financiar sus producciones. Ofreciendo exquisitos guiños a las olvidadas estrellas del cine clase b y haciendo una mención especial al spaghetti western (emergente por aquellos años), Tarantino vuelve a declarar su amor a ese sub-género nacido en Italia de la mano de Sergio Leone, al que ya homenajeara estilísticamente en la saga Kill Bill.
La película se relata, enteramente, a lo largo de 2 jornadas (en Febrero y Agosto de 1969) alrededor de las cuales gira el epicentro del argumento: un evento trágico que unirá las vidas de los protagonistas de esta trama coral por la que desfilan un sinnúmero de rostros familiares (algunos caídos en el olvido de la industria contemporánea como Timothy Olyphant, Luke Perry y Emile Hirsch), a los que Tarantino se encarga de rescatar como si de una reunión de viejos amigos se tratara. Será el asesinato de Sharon Tate,- actriz, modelo y, por entonces, esposa de Roman Polanski- por parte del Clan Manson, el factor determinante que resulte en el principal disparador de una trama subyugante.
Tarantino condensa el lenguaje cinematográfico para convertirlo en un vehículo de sus más íntimas obsesiones cinéfilas: insertar una escena original de la película “El Gran Escape” (1968) protagonizada por el propio McQueen, colocar a la emergente Tate como espectadora de su propia película en una sala oscuras -fue nominada a un Globo de Oro por su participación en “El Valle de las Muñecas”- y a la misma ingresando en una pequeña librería angelina en busca de un ejemplar de “Tess” (de Thomas Hardy), sutil guiño que remite a la película que rodaría Polanski 10 años después (1979, junto a Natassja Kinski), adaptando dicha novela a la gran pantalla.
Este brillante ejercicio cinematográfico y postal de una época nos lleva a un suntuoso recorrido por las calles nocturnas angelinas, merced a un hábil manejo de cámaras por parte del realizador, para otorgar osados manejos de planos, abundantes travellings y planos secuencia marca registrada que embelesarán la mirada. El catártico y justiciero desborde de furia y violencia -que nunca faltará y nos deleitará- confirma la habilidad de Tarantino como un maestro en amalgamar estilos; le basta una sola escena -ubicada en la comunidad dónde habitaba el funesto clan Manson- para ejercer un asfixiante manejo del suspenso en un apreciable entorno western, al que escenifica como un digno heredero de los grandes hacedores de films del Lejano Oeste.
El realizador de “Perros de la Calle” (1992) dinamita el estatus de estrella de sus dos protagonistas principales, encarnados por los magníficos Leonardo DiCaprio y Brad Pitt. La dupla actoral expresa notable química en pantalla y parecen mimetizarse, el uno con el otro.
Mientras el frustrado personaje de DiCaprio está basado en una estirpe de actores de poca monta de series de televisión, publicidades comerciales y westerns clase B, el postergado stuntman encarnado por Brad Pitt está inspirado en el doble de riesgo que utilizara Burt Reynolds durante gran parte de su carrera. Además, el mismo Reynolds, iba a formar parte de “Había una vez…”, falleciendo durante el rodaje; su papel fue ocupado por el siempre destacado Bruce Dern. Sin develar el desenlace -en tiempos de superfluos spoilers-, Tarantino se apropia de lo real para codificarlo en su perfecta maquinaria ficticia, difuminando la línea divisoria entre ficción y realidad.
La cual se vale de incontables referencias al mundillo cinematográfico y a los protagonistas de la historia, inventados, duplicados o apropiados a los fines del film: por allí, aparecen acertadas caracterizaciones de un histriónico Roman Polanski, un siniestro Charles Manson, un seductor Steve McQueen -en notable parecido físico con Damián Lewis-, una esplendorosa Sharon Tate en la piel de Margot Robbie y un bravucón Bruce Lee, quien osaba desafiar al mismísimo Muhammad Ali. Leonardo DiCaprio, oculto tras su caricaturesca máscara y autoinfligiéndose vituperios, malvive las miserias y mezquindades del ambiente y probablemente, brinde la mejor actuación de su carrera despojado de cualquier etiqueta de galán, brinda un tour de forcé actoral de notable exigencia. Mientras que Brad Pitt luce relajado y seguro de sí mismo como su anverso perfecto. Inmenso y magnético en pantalla, a la altura del nivel interpretativo que tan singular personaje merece, Pitt seduce en cada fotograma.
Con excepción de un desaprovechado Al Pacino en la piel del magnate Marvin Schwarz -personaje real que ocupa un rol absolutamente menor en la trama-, “Había una vez en Hollywood” es una película casi sin fisuras. Testamento cinematográfico del hijo dilecto angelino, Tarantino supo condensar recuerdos de infancia, fascinación por la novedosa pantalla de TV y sueño de héroes en celuloide para deleitar a su público una vez más. Recurriendo a su enésimo truco de meta-referencia lingüística, en su desbordado desenlace sintetizó aquel antiguo ardid literario bajo el exquisito pase de un prestidigitador: ¿qué hubiera pasado si…?