Había una vez en Hollywood: una necesaria irreverencia para la cinematografía actual
En algún momento de Había una vez en Hollywood, no diremos cuál, se enuncia el nombre de Antonio Margheriti. Una mención que generará sonrisas y risas. Sonrisas, por el contexto en donde aparece y donde aquellos que saben entienden quién es este hombre en la vida real. Las risas, por otro lado, puede que vengan de aquellos que recuerdan Bastardos sin Gloria y a los tres soldados tratando de pasar, infructuosa y humorísticamente, como italianos en una premiere nazi.
Ese momento hermanará a todos los espectadores, un momento que es la prueba más clara (como si hiciera falta) de que Quentin Tarantino sabe de cine. Una obviedad, sí, pero es necesario traerla a cuenta. En una época donde el cine parece ser reducido a imágenes con historias, Quentin Tarantino nos recuerda que el verdadero poder del séptimo arte, empieza allí pero debe ir más lejos. Donde está ese poder que cautiva. Ese poder que enamora. Que te mete en un mundo.
Rick F*cking Dalton
Si esta crítica tuviera que definir a Había una vez en Hollywood en una palabra sería “irreverencia”. Una necesaria irreverencia tanto a nivel narrativo como cinematográfico.
Decimos irreverencia a nivel narrativo, porque en tiempos donde tenemos asimilada la estructura de tres actos propuesta por varios gurúes del guion (cada uno con su solidez y cuestionamientos), Quentin Tarantino escribe una historia como se concebían a fines de los 60s y principios de los 70s. Cuando un guionista nos hacía pasar la mitad del metraje con un personaje, conocer sus virtudes y defectos, con objetivos escénicos tan claros que en cualquier otro contexto (sobre todo uno moderno) se considerarían tediosos y que la película estaría mejor sin ellos. En definitiva, conocerlo de arriba abajo, para ver cómo lidia con un conflicto concreto en la segunda mitad. Un estudio de personaje.
Decimos irreverencia a nivel cinematográfico en estrictos términos comerciales. En una época donde gobiernan reciclajes de propiedades intelectuales preexistentes, donde los estudios no se arriesgan con historias originales, y donde la corrección política está adquiriendo una prioridad tan peligrosa como excesiva por sobre la historia, resulta un acto de valor el que uno de estos estudios decida albergar una película de Quentin Tarantino con todas las libertades que exige. Al decir «libertades» decimos una incorrección política no solo propia de la época en la que transcurre, sino una clara rebelión de su realizador a la corrección política imperante, ante la cual no se va a arrodillar bajo ningún concepto.
Esa rebelión, esa irreverencia, esa protesta -si se quiere- en crítica de la realización actual, así como la añoranza por un tiempo pasado y mejor, es expresada a través de la dicotomía que manifiesta la película entre la fama y el olvido. El ego y la inseguridad.
El olvido enfrentado como la etapa de ira (el Rick Dalton de Leonardo DiCaprio) y la etapa de aceptación (el Cliff Booth de Brad Pitt).
Por otro lado, Margot Robbie, encarnando a una feliz y dinámica Sharon Tate, posee un tiempo limitado de metraje, pero no sin un por qué. La vida de Tate, su historia, es algo que pasa al costado de la narrativa. Porque ella no es un personaje: ella es un mundo, ella es un clima. Ella, dentro de esta fábula, representa al Hollywood como ideal, como objetivo de éxito, en apariencia sencillo y de un día para otro, mientras que DiCaprio y Pitt representan al Hollywood como verdaderamente es.
La película es una carta de amor al cine en general. Sí, esta crítica es consciente que está repitiendo como loro ese elogio que tiene adosado la película desde su premiere en Cannes, pero no hay otra manera de definirlo. Sin embargo, hay un género específicamente que recibe más cariño que otros, tanto a nivel estético como interpretativo y narrativo: el western.
Es a través de este género donde se presenta una dicotomía más interesante aún entre los personajes de Leonardo DiCaprio y Brad Pitt. Si bien cuando comparten cámara la suya puede ser una buddy movie, cuando están separados se presenta la división entre alguien que actúa de vaquero y alguien que se comporta como uno. Una diferenciación que empieza con la sonoridad de sus nombres.
El nombre del personaje de DiCaprio, Rick Dalton, suena a un nombre genérico de personaje de Western. Tanto en parodias como en exponentes puros y duros, se ha escuchado por lo menos una instancia del nombre Dalton, casi siempre como un grupo de hermanos.
El nombre del personaje de Brad Pitt, Cliff Booth, es un poco menos frecuente pero suena a Western, o por lo menos de la época en donde se suele enmarcar el género. Un personaje incluso hace la asociación con John Wilkes Booth, el asesino del Presidente Estadounidense.
Continuemos con la imagen y la actitud: al personaje de DiCaprio lo vemos en diversos vestuarios en sendos sets del oeste, pero su actuación y la iluminación de la escena denotan un claro trabajo de personaje dentro de personaje. DiCaprio debe interpretar a Rick Dalton interpretando a un forajido. Tiene delante de sí la difícil tarea de ilustrar la inseguridad de su personaje, pero también las emociones del personaje que su personaje interpreta. La puesta en escena de esa “película” es palpable. Autoconsciente.
Mientras tanto, Brad Pitt es quien se comporta a lo largo de toda la película como un verdadero vaquero del Spaghetti Western. De ribetes antiheroicos y con códigos propios que no quebranta ante nadie. Cuando llega al Rancho Spahn donde se rodaban películas de vaqueros (e incluso la serie donde el personaje de DiCaprio cosechó su fama), llevado allí por una Hippie del Clan Manson, es donde tenemos desde todos los elementos de la puesta en escena al western más puro que tiene toda la película.
Había una vez en Hollywoodtrabaja mucho en capas, no solo en el sentido del metalenguaje, ejemplificado por el recorrido actoral del personaje de DiCaprio arriba mencionado, sino que también utiliza esas capas para describir la memoria, que es el caso de cómo Brad Pitt recuerda el por qué de su alicaída situación laboral.
Llegado el desenlace (no se preocupe, lector, no daremos spoilers), el western queda atrás y es cuando la película adopta una estructura definitivamente más clásica, la que definitivamente cualquier espectador, cinéfilo o no, podrá asimilar. Una estructura con una fluidez que no podría ser apreciada sin la información, sin las vivencias atravesadas por los personajes, provistas durante las dos horas anteriores. Una estructura donde abraza desvergonzadamente y con orgullo un espíritu de serie B, de una superficialidad tan deliciosa que es la de nuestras fantasías más crudas y sin filtrar.