"Habitación 212": la consciencia de estar haciendo el ridículo.
Se requiere un mínimo de gracia, de levedad, de ligereza, para que una comedia sea una comedia. Pero, ¿quiso Honoré filmar una comedia?
No cualquiera puede aspirar a la catástrofe. Se requieren audacia, espíritu de riesgo, la ambición de ir más allá de lo imaginable, un nivel de libertad creativa que arrase con todo límite. Incluido el de la necesidad de la propia existencia. Habitación 212 reúne todo eso, y más. La película escrita y dirigida por Christophe Honoré, de quien en Argentina se había conocido la mucho más “normal” y hasta encantadora Canciones de amor (2007), empieza como un vodevil (“me gustan las comedias”, dice su protagonista, como si su salida literal de un placard, pescando in fraganti a su amante con otra amante, no proclamara esa intención por sí sola), sigue como melodrama matrimonial y deriva a una especie de farsa fantástica, en la que todos los fantasmas del pasado se corporizan en una habitación de hotel. La habitación 212, claro, número que corresponde a un artículo del Código Civil. La protagonista, María (Chiara Mastroianni, cada vez más parecida a Susan Sarandon), es, como el lector habrá adivinado, profesora de Historia de la Justicia y los Procedimientos Legales. Allí, en la habitación 212, se reencontrará con su marido de joven, la ex amante de éste, su mamá, su abuela y un doble de Charles Aznavour, que según dice representa su fuerza de voluntad.
Desde que están casados, María tuvo incontables amantes, del sexo que fueran. Si el marido es siempre el último que se entera, Richard (el cantante y actor Benjamin Biolay) pasó sin enterarse buena parte de su vida. Hasta que el celular de su mujer le hace saber que tiene un amante chileno llamado Asdrúbal Electorado (sic). Discuten, se pelean, María se va de casa. No muy lejos: enfrente tiene un hotel y allí se aloja, junto con toda la gente que tuvo o tiene que ver con su condición de mujer casada, con sus infidelidades y con el pasado de Richard. Hay una escena lograda, en la que María se da vuelta y se encuentra con todos sus ex amantes juntos en la habitación. Amuchamiento que recuerda un poco la escena del camarote de los hermanos Marx, donde entra tanta gente que terminan desbordando hasta el pasillo, como un tsunami humano.
Se requiere un mínimo de gracia, de levedad, de ligereza, para que una comedia sea una comedia. Pero, ¿quiso Honoré filmar una comedia? Por lo que puede verse, quiso filmar una comedia, una tragedia, una película consciente de su condición de tal, una mutación que tiene algo de pato y mucho de elefante. El opus 12 de este realizador parisino goza, en efecto, del carisma de la primera especie, el peso de la segunda y la coherencia de la cruza entre ambas: hay maquetas que se presentan como tales, un bar llamado Rosebud, diálogos con frases como “Que Scarlatti inunde París” o “El amor se construye en la memoria”, un muñeco que representa a un niño no nacido, ostentosos travellings cenitales por sobre los decorados y una banda de sonido en la que un sublime tema de Aznavour convive con una grasada de Richard Clayderman. Que vendría a representar, se supone, la consciencia de estar haciendo el ridículo, y la firme voluntad de hacerlo.