El desencanto. No debe haber nada peor para un cinéfilo dispuesto a defender a capa y espada a sus autores favoritos que verse obligado a claudicar ante las pruebas de su decadencia. Hubo un tiempo en que adoraba a los Bacri, la pareja de actores formada por Agnès Jaoui y Jean–Pierre Bacri que con sus guiones corrosivos transformaron películas a priori intrascendentes, como Un aire de familia, en una colección de diálogos de antología. Los primeros guiones cinematográficos de los Bacri eran comedias corales construidas con una geometría teatral fiel sus orígenes que se valían de un humor cáustico pero sutil e inteligente para conectar a los distintos personajes. La construcción precisa encontraba un complemento ideal en una fluidez narrativa que nos cautivaba con su elogio del abandono a los placeres más banales siempre en una atmósfera de aparente levedad. Un estilo que calzó a la perfección en el magnífico díptico Smoking/No Smoking y llegó a su cumbre con la obra maestra Conozco la canción, ambas dirigidas por Alain Resnais. A pesar de no dirigir sus películas, la huella de los Bacri era reconocible delante y detrás de cámara. Y ahora, con la ventaja que otorga la perspectiva histórica no cabe duda que así debieron seguir. Porque cuando Agnès Jaoui decide pasar a la dirección con El gusto de los otros, la puesta en escena se torna esquemática, aparece una tendencia algo forzada a la reconciliación de los opuestos y comienza un declive que toca fondo en Háblame de la lluvia, película testigo de un modelo agotado que pone de manifiesto el egocentrismo de los Bacri, que pasan de cínicos a misántropos sin escalas.
El desprecio. Háblame de la lluvia no es divertida ni inteligente. Los personajes lucen de manera muy evidente los estigmas de su condición. Jaoui encarna a Agathe, una intelectual parisina (y feminista) que se lanza a la política y aterriza en su ciudad natal para presentarse a las elecciones regionales. Tiene una pareja, pero no quiere casarse ni tener hijos (todo porque es feminista). Bacri es un realizador de documentales en decadencia (¿autoparodia?) que decide hacer una película sobre Agathe. Como anexo tenemos a la hermana de Agathe (que es infeliz en su matrimonio y encuentra consuelo en los brazos de Bacri), el hijo de Bacri con todos los clisés de hijo de padres separados, y el ama de llaves de la casa familiar que es argelina (y muy agradable, cómo no). Las sesiones de entrevistas fallidas para el documental, que seguramente provienen de la experiencia que los autores adquirieron del otro lado del micrófono, constituyen los escasos momentos en las que la rigidez se diluye, la película se libera y los actores encuentran un ritmo relajado y seguro. Pero estos instantes de felicidad cinematográfica son efímeros porque, en lugar de dejar que este divague sentimental choque contra los obstáculos naturales, los guionistas impregnan a la fábula de una moralina que encarrila a la fuerza el trayecto de los personajes de un modo amanerado. Debo reconocer que mi entusiasmo previo no estaba del todo justificado por los antecedentes, porque la propensión a la moraleja edificante ya estaba presente en las películas anteriores de Jaoui, pero nunca hubiese esperado semejante torpeza en la construcción dramática.