TODOS JUNTOS EN SOLEDAD
El espíritu tanguero de la música incidental y el ambiente de una suerte de conventillo donde se ubica la acción, ancla durante los primeros minutos a Hacer la vida en el registro del sainete criollo. Pero ese aire progresivamente se va evaporando, para pasar al relato coral con una sumatoria de conflictos recreados con la textura del teleteatro. Más allá de las buenas intenciones de la película escrita y dirigida por Alejandra Marino, buenas intenciones evidentes en la forma en que trata a sus personajes, el problema de Hacer la vida es básicamente de representación: actuaciones endebles, diálogos improbables e involuntariamente graciosos, personajes unidimensionales y obviedades varias.
El muestrario es grande: tenemos a una madre tarotista que lleva una relación tirante con su hija, una desocupada que tiene un hijo que no habla; una pareja con evidentes problemas de comunicación, él arquitecto y ella bailarina; una mujer ucraniana a la que todos le dicen rusa, que sueña con sus años de atleta medallista; un matrimonio de mejor posición económica que el resto, pero que padece la melancolía de ella acerca de una maternidad que nunca llegó. Y hay más. Extranjeros en tierra extraña, deseos inconfesables, maternidades no deseadas, marginalidad. Cada uno tiene sus problemas y en la mayoría de los casos se observa un vacío, que en algunos casos se rellena con placeres sexuales de esos que se corren de lo aceptado socialmente. Y en algunos casos, incluso, con violencia. Los personajes se relacionan no solo porque comparten un espacio, sino porque hay conexiones que se generan en busca de la evasión que cada uno persigue.
Hacer la vida tiene lugar para todos los personajes, busca comprenderlos, incluso, en sus miserias. En eso, Marino acierta y se aleja de cierta tendencia aleccionadora de buena parte del cine nacional. También está claro que administra acertadamente los tiempos de cada conflicto y la forma en que los personajes se cruzan. Pero claro que una película es mucho más que sus intenciones o que sus modos, una película también es una forma acertada de comunicar uno o varios conflictos. Y de ponerlos en escena de manera cinematográfica. En Hacer la vida la imagen está presa de la palabra, no hay un momento que formalmente se distinga: todo es un sucedáneo de la ficción televisiva menos inspirada, gritos y llanto para mostrar explosión, costumbrismo para mostrarse cercano al espectador. Y es un asunto difícil de sobrellevar cuando la película habla precisamente de esa falta de comunicación y no logra formar un vínculo fuerte con el que está mirando. Lamentablemente no parece que las falencias sean por no afilar más algunos detalles, sino básicamente porque la propuesta está en el límite de sus posibilidades. Un film menor que nunca encuentra el rumbo.