Todos conocemos la feria de La Salada, incluso los que nunca estuvimos ahí. La televisión (a través de los noticieros y programas de investigación) y el boca a boca fueron los principales canales mediante los cuales nos fuimos enterando de la existencia de la feria. Bueno, resulta que, gracias a esa cualidad propia del cine de develar zonas grises o directamente vedadas del mundo, de golpe caemos en la cuenta de que no conocíamos nada. Hacerme feriante traza un recorrido increíblemente abarcativo, que va desde la historia de La Salada y su pasado de balneario hasta la actualidad y el día a día de la feria. Su carácter de mercado abiertamente ilegal (el tema que privilegiaron los medios de comunicación) es velozmente corrido a un lado por d’Angiolillo: a través de un texto subido en internet y filmado, la denuncia internacional del enorme volumen de irregularidades comerciales es contrastada y en cierta medida equilibrada por un testimonio anónimo (también conseguido en la red) que trata a los responsables de la denuncia de “transas” y “corruptos”. Despachado así de rápido el asunto, la película puede dedicarse libremente a esbozar un trayecto histórico por la laguna ubicada en el partido de Lomas de Zamora que, según parece, estaba destinada desde sus comienzos a ser una geografía populosa en constante movimiento y expansión, como lo muestran las imágenes de archivo de los tiempos del balneario, y también a la exploración del predio y del complicado sistema que lo mantiene operando. Desde el carácter infinitamente laberíntico que constituyen las instalaciones, hasta el equilibrio endeble que parece sostener unidos a los ocupantes de los puestos frente a las autoridades (una asamblea caótica es la máscara democrática que se le adosa a la toma de decisiones, claramente impulsada por los administradores), La Salada se revela como un lugar rico en contradicciones y detalles insólitos, un espacio que de a ratos parece regirse por reglas propias, diferentes a las del resto de la sociedad. Es llamativo como el director, si bien bajo la distancia segura del documental, practica una suerte de acercamiento a ese mundo tan particular ya desde los títulos del comienzo, cuando la película se apropia de la estética de los afiches de películas truchas. Ese acercamiento puede apreciarse también en una inspección que no busca el impacto fácil o el detalle pintoresco sino los signos de un fenómeno social irreductible en su complejidad y riqueza: el enorme y artificial colorido que exhibe el paisaje; el tránsito imposible y a altas velocidades de los carritos que reparten mercadería entre los puestos y que circulan casi mágicamente por entre la gente y por los estrechos pasillos de los puestos; la apertura nocturna de la feria, un momento calculado y ensayado hasta el hartazgo que, debido al gigantesco caudal de gente que llega en oleadas a los puestos, de todas formas resulta inmanejable; la imagen de los micros vacíos aparcados de cualquier manera , como si el estacionamiento se hubiese convertido en un espacio desregulado, sin normas; las diferentes negociaciones entre algunos feriantes y el intendente, escenas antológicas que despojan de cualquier posible atisbo de grandiosidad el ejercicio de la política, etc. Todo esto y más era lo que no sabíamos de La Salada, la feria que gracias al cine, incluso los que nunca estuvimos ahí, ahora conocemos mejor que antes.