Un derroche de hemoglobina en clave psi
Con cuatro largometrajes en su apéndice curricular, ya no resulta válido tildar a Rob Zombie de “rockero metido a cineasta”, un director de películas en todo su derecho. No tanto cinéfilo como fan incondicional del cine de terror –particularmente el realizado en los dorados años ’70–, Zombie parece empeñado en abandonar algunas de las delicias de estilo y tono de sus dos primeros esfuerzos (los más que interesantes e incluso inquietantes 1000 cuerpos y Violencia diabólica) y en profundizar varios de los problemas que se insinuaban entre los pliegues de su anterior Halloween, el comienzo. ¿Era aquella una remake hecha y derecha del original de John Carpenter, la seminal Noche de brujas de 1978, o una versión “reimaginada”, como les gusta decir a tantos realizadores contratados para revisar obra ajena? De todo un poco: cal, arena y, por supuesto, mucha sangre. Lo indiscutible es que la intensidad y el suspenso de la original se perdían en gran medida por dos razones, evidentes desde el minuto uno: a) el exceso de explicaciones pseudo-psicológicas, con sus traumas familiares al por mayor, y b) un evidente gozo ante el detalle hemoglobínico que, sin dosificación de por medio, atentaba en varios pasajes contra la posibilidad de la imaginación y, como consecuencia, del miedo.
En Halloween II esto último se mantiene y potencia. Son varias las escenas que tensan los límites de lo explícito en el terror mainstream, como el descabezamiento de un enfermero encargado de trasladar el supuesto cadáver de Michael Myers –el monstruo titular– y el asesinato a golpes contra un espejo de una stripper, por citar apenas un par de ejemplos. Pero a medida que el film avanza ocurre algo curioso. La mayor parte de los desmembramientos y mutilaciones se encuentra acumulada en los primeros dos tercios del relato, abandonando progresivamente los detalles sanguinolentos hasta llegar, incluso, a utilizar el fuera de campo para una muerte de suma importancia. Una de dos: o la imaginación morbosa se ha agotado para ese entonces o, lo que sería aún más atípico, Zombie cree que hay ciertas muertes que merecen más respeto pudoroso que otras, lo cual hablaría de una particular moral nunca antes evidenciada en el terreno del gore desembozado.
En cuanto a la vertiente psi de este Halloween reloaded, la nueva entrega hace uso y abuso del didactismo freudiano e incluso se le anima a la vertiente más onírica del padre del análisis. Caballos blancos, pesadillas que semejan videoclips de alguna banda metalera (el pasado te persigue, Rob) y la presencia constante del fantasma –en el sentido más francés de la palabra– de la madre de Michael transforman al film, por momentos, en un pastiche kitsch un tanto indigesto. La película, lejos de la tensión creciente que intenta denodadamente conseguir, se empantana en subtramas irrelevantes que incluyen nuevamente al Dr. Loomis (Malcolm McDowell), ahora transformado en súper estrella del mercado editorial gracias a la fama de su perfecto asesino.
Mientras tanto, Laurie, la protagonista adolescente y hermana de sangre de Michael, intenta resolver sus conflictos emocionales. Por momentos, Halloween II se asemeja a alguna novela teen de la televisión norteamericana, pletórica de crisis de identidad y estados alterados por el exceso de hormonas. Claro que rápidamente llega el 31 de octubre y con el “hombre de la bolsa” vivito y coleando todas esas cosas pasan a segundo plano. Al menos la película incluye un simpático gag generacional. Y es que para muchos jóvenes contemporáneos, el nombre de Michael Myers seguramente no remita al clásico slasher film creado por Carpenter, sino, diminutivo mediante, al comediante y creador de Austin Powers. Tarde o temprano, alguien tenía que hacer ese chiste, y es mejor que todo quede en familia.