Un desajuste evidente del promedio entre voluntarismo y resultado, que no existía en la primera exhumación de este clásico independiente del terror, se corporiza en esta segunda entrega, que concreta el binomio David Gordon Green/Danny McBride, coproductores y coguionistas nuevamente, compradores del duopolio de este inexplicable segundo reboot de la obra maestra de John Carpenter de 1978, estrenada en Argentina como Noche de brujas. Mencionemos sólo uno de los factores que alteran este producto, para no incurrir en la recolección de partes: los sobresaltos por debajo de la cintura como resultado de la impregnación del contexto presente reemplazan los viejos sustos reales que eran consecuencia de una planificación calibrada a escala visual milimétrica. Y con esto podemos largarnos a llorar de sobra; esta producción de tamaño medio surge del proceso industrial que eclipsa abstractas con ideas con eslóganes visuales. No es de extrañar.
Por lo mismo, hay que decirlo de nuevo: no confiaría mucho en las alabanzas públicas a Halloween Kills del maestro John Carpenter porque estuvo involucrado en el proyecto a corta distancia de los hechos y el cheque que le espera ya fue cobrado. No obstante, se impone una ironía: mientras que el nombre John Carpenter asoma sus trece letras tres veces en los títulos de inicio –como uno de los músicos, como uno de los productores ejecutivos y como uno de los autores de la idea original–, su sello de realizador, o, como mínimo, alguna de sus gracias máximas como maestro del cine contemporáneo, como la de ejercer cristalinamente el dominio total de los recursos modestos de la orfebrería cinematográfica clasicista, un estilo alcanzado en la destilería de Howard Hawks, se priva de invadir esta película, una película comercial y, si bien respetuosa, arteramente mercantilista que no cree en la invocación del estilo visual primal de la saga Noche de brujas, el tipo de estilo basado en la pobreza económica de rodaje que suele germinar frutos creativos que perseveran, al contrario de lo efímera que resulta la cadena de existencia de una película entre las correntadas de la competencia feroz entre los lobos del streaming.
Otro detalle que supone, no un desvío del purismo, sino un atajo convencional y burdo de la plástica sónica elegida por Gordon Green, son los exabruptos altisonantes de algunos pasajes de la partitura musical que compusieron los dos Carpenter, padre John e hijo Cody, y Daniel A. Davies, como si el Hans Zimmer de la trilogía Batman de Christopher Nolan hubiera visitado el estudio de grabación con sonrisa ganadora y dos consejos en el bolsillo. Esta resolución de lo musical que raya en el uso de la fanfarria contradice drásticamente el minimalismo carpenteriano de origen, cuyo leitmotiv melódico famoso sólo se repite en Halloween Kills como un estribillo del pasado para enganchar nuevo público y solamente en algunas ocasiones, para recordarnos que se supone que esto es algo fiel porque Carpenter le levantó el pulgar. No hay nada fiel en hacer de nuevo una película que no necesita ser rehecha salvo la fidelidad al lucro por el lucro con máscara de tradición de género cuando es traición de cine.
Sinceramente no esperaba encontrar el tipo de película mala de terror repleta de personajes imbéciles que demoran eternidades en responder a los estímulos de la situación o que revisten una inédita discapacidad neurológica para la puntería con arma reglamentaria, causando la muerte innecesaria de muchos personajes más, como si la tetralogía Scream de Wes Craven sólo hubiera sido un mal sueño y no una buena y necesaria realidad que tildó un punto y aparte en la auto-historia del slasher. ¿Qué demonios pasó con los mismos nombres propios que llevaron adelante la empresa Halloween un poco más digna de 2018? ¿En qué recovecos de Halloween Kills se cocieron los detalles para que resurja por casi dos horas de metraje el viejo y siempre falible refrán: segundas partes nunca fueron buenas? Cuando alguien va al cine a ver una película como esta sabe con qué se va a encontrar. Es un eslabón en una cadena de rituales archiconocidos. Predomina la preexistencia, en la memoria del espectador, de una resaca pop en torno a la cosmogonía creada por Carpenter que permite desconfiar, por ejemplo, de un final cerrado tal como siempre hemos desconfiado desde que Michael Myers se levantó y se fue cuando todos creíamos que era carne de crematorio al fin. Todo es previsible, pero ese no es el problema. El western también es previsible y allí anida su esencia mítica. La variabilidad no existe en otro mundo tan codificado, el slasher, la casa cuna del apuñalamiento en el cine. Asistimos satisfechos, una vez más, al rito de este pequeño universo barrial que contiene la eternidad en un día en la vida de un psicópata que nunca quiere dar la cara, al revés de los matarifes más siniestros de los anales de los asesinos en serie, que sí quieren dar la cara porque buscan el camino tortuoso y granguiñolesco de la gloria eterna.