La nueva Halloween tenía todas las de perder. La confianza en el director David Gordon Green y en la productora Blumhouse, sobre todo por parte de cinéfilos y críticos especializados, era muy baja, y las tibias expectativas venían más por el lado de algunos fanáticos de la franquicia y del cine de terror. Pero, para sorpresa de muchos, la secuela actualizada del clásico de John Carpenter, que el pasado 25 de octubre cumplió 40 años, tiene la fuerza de los brazos de Michael Myers, la eficacia de su cuchillo y la firmeza de sus pasos amenazantes.
Se podría decir, sin miedo a sonar excesivamente entusiasta y sin ánimo de alarmar a los carcamanes ilustrados de la crítica vernácula, que el mérito de Halloween (2018) es triple. El primero es la dirección de David Gordon Green, a quien no le tiembla el pulso a la hora de mejorar el filme sagrado de Carpenter. Sí, leyó bien, mejorar, porque ya se sabe que las condiciones en las que se hizo la primera fueron poco favorables: contó con un presupuesto de apenas 325.000 dólares, por ejemplo.
Por lo tanto, John Carpenter y Debra Hill (guionista, productora y entonces pareja del director) tuvieron que apostar todo al ingenio cinematográfico: recurrieron a la fotografía de Dean Cundey, a la música compuesta por el propio Carpenter y a la austeridad de la historia, cuya brevedad sólo daba para un corto: un asesino serial escapa del neuropsiquiátrico y regresa a su barrio (el mítico Haddonfield) a matar niñeras, en especial a una: Laurie Strode, interpretada por Jamie Lee Curtis, la primera reina del grito y santa patrona de las final girls, que en la nueva película vuelve a ponerse en la piel de una ya veterana Laurie, más aguerrida que nunca, dispuesta a hacerle frente a su opuesto, a su doble en versión malévola, a su archinémesis, la otra cara de la misma moneda, el icónico psicópata de la máscara blanca.
Con esos pocos elementos había que hacer una película, y vaya si la hicieron. Carpenter hizo una obra maestra concentrada en la puesta en escena, se dio cuenta de que al género le faltaba profundidad de campo y lentos movimientos de cámara, y que había que jugar más con el plano subjetivo, hacer tiempo con el plano secuencia, incorporar un par de gags efectivos e inyectarle a cada rato las escalofriantes melodías compuestas para la ocasión. Todos simples recursos que contribuyeron a que se generara ese suspenso a prueba de balas y esa atmósfera tan particular y característica.
David Gordon Green, en cambio, contó con más dinero (aunque no mucho más que el equivalente de aquel entonces) y con un equipo técnico más grande y profesional. Las condiciones de producción de Halloween en 2018 fueron muy distintas a las de Halloween en 1978. También está de más decir que los tiempos cambiaron, así como el cine y los espectadores.
Esto nos lleva a su segundo mérito: Gordon Green hizo una película exclusivamente para un público nuevo y moderno, sin dejar de respetar las reglas básicas del slasher, el subgénero que Carpenter patentó con la primera versión. El resultado está a la vista: la nueva Halloween es arriesgada, potente, brutal y sólida como el silencio desesperante del loco Myers.
Esto último nos lleva, a su vez, al que podríamos llamar su tercer mérito: la flamante secuela es una carta de amor a la original, misiva fílmico-amorosa que viene con la firma de puño y letra del maestro Carpenter, quien dio el permiso para que los nuevos guionistas se saltearan todas las secuelas realizadas hasta ahora y retomaran la historia desde la fatídica jornada del 31 de octubre de 1978.
Hay que destacar también la desafiante cuestión de fondo que plantea la película. En principio, habría que decir que por primera vez se invierte la persecución de los dos personajes principales. Si siempre se creyó que era Michael Myers quien perseguía a Laurie Strode, Gordon Green se encarga de invertir la lógica de la trama tradicional: ahora es Laurie Strode quien persigue a Michael Myers. Con esta sola decisión basta y sobra para catalogarla de revolucionaria, al menos dentro de su propio universo, por el simple hecho de que da vuelta el punto de vista y cambia el sentido de la historia.
Otro riesgo que toma la película es el polémico giro que amaga dar con el Dr. Sartain, el personaje interpretado por Haluk Bilginer. En un momento, el Dr. Sartain, junto al Sheriff Hawkins (Will Patton) y Allyson (Andi Matichak), el personaje adolescente principal, se dirigen en la camioneta de la policía a la casa fortificada de Laurie cuando ven a Michael caminando por una vereda. Hawkins acelera y lo choca de frente, y, al intentar dispararle con su pistola para asegurarse de que el enmascarado esté bien muerto, sucede lo inesperado: el Dr. Sartain hace algo que más vale no revelar.
El falso giro (falso porque no llega a consumarse) plantea al menos dos cosas importantes: abre una posibilidad hasta ahora nunca experimentada por la franquicia, que consiste en el traspaso del mal a través de la máscara (es decir, el mal existe y es contagioso, transmisible); y coquetea con ser una saga de terror en clave de superhéroes, o, mejor dicho, una saga con los códigos del universo de los superhéroes. El Dr. Sartain parece salido de un cómic, y el momento señalado se parece bastante al del nacimiento de un villano.
La nueva Halloween significa, además, el triunfo de tres generaciones de mujeres: la de la abuela, la de la madre y la de la hija. Las mujeres acá ya no son víctimas inocentes como en el pasado, sino luchadoras convencidas y fuertes, que le hacen frente al mal y lo vencen. El empoderamiento femenino es claro. Y el plano final es puro misterio, puro suspenso, puro símbolo de época.