Un Han Solo blandito
Al igual que Star Wars (1977), Han Solo: Una Historia de Star Wars se nutre -sobre todo en su primer acto- de cine bélico. La gorra intergaláctica secuestra a la novia del joven Han (Alden Ehrenreich) durante el escape de su pueblo/ averno, y su deseo deja de ser el de solamente convertirse en un gran piloto para devenir en uno más solidario: volver para rescatarla. La solidaridad, la lucha de los oprimidos, las traiciones, y la voluntad de ser el mejor en lo que se hace son temas que vuelven, ecos de la original. Y así como vuelven temas, vuelve, sobre todo, su reformulación del western; incluso de forma más pronunciada –y en realidad menos reformulada- que en Star Wars. Después de la presentación del gran Woody Harrelson, seguramente una de las mejores caras de Hollywood, como infiltrado en las milicias del imperio, y luego de un escape de Han de una prisión clandestina militar en la que conoce a Chewbacca y donde se refuerza la idea de exprimir al máximo todo cabo suelto de la historia del personaje (metodología que arranca un par de escenas antes cuando descubrimos por qué Han Solo se llama así), la película muta del cine bélico al western. Y no para reutilizar ciertos elementos del género como se había visto en Episodio IV, sino para explotar muchos de sus lugares comunes; a saber: cantinas con juegos de cartas (en escenas que pierden muchísima fuerza, incluso una fundamental sobre el final, porque se trata de un juego sin sentido para el espectador), el asalto a un tren en movimiento, y un duelo esencial cerca del final, son sólo algunos de esos lugares comunes que se suceden, generalmente con éxito, durante casi toda la película.
Por desgracia, y más allá de lo bien que se utiliza la estructura del western, las acciones se perciben con poca vida propia, demasiado calculadas, y con un personaje central que parece no tener mucho que ver con el original. Alden Ehrenreich nunca demuestra esa actitud mala onda inherente al personaje que sí sabía representar Harrison Ford. Y no es sólo una cuestión de actuación, el Han Solo que supimos conocer es un mercenario con algo de antihéroe, un cínico nihilista individualista que se mueve por la mosca que haya en juego. Por el contrario, este joven Han es un romántico con cara de buenazo que parece caer mal por boludo y no por antipático, y que lo único que parece compartir con el viejo Han es cierto espíritu infantil. Ehrenreich o Disney o Howard o quién sea, vacían a su objeto principal de contenido y lo reconfiguran como un posible héroe marveliano, alejándolo del viejo universo mítico de Star Wars. Tal vez, los buenos resultados de Episodio VII y Rogue One (2016) se deban, en parte, a que no explotan personajes conocidos de la saga (o al menos lo hacen por poco tiempo) y crean nuevos universos que se retroalimentan con la mitología original; algo que acá sólo se percibe en la cuasi ciberpunk y distópica ciudad de Corellia. La idea de contar la historia no conocida de personajes fundamentales ya había resultado fallida en la segunda trilogía (sobre todo en la historia de Anakin). Y vuelve a fallar en esta entrega en la que comienza a percibirse el agotamiento de la idea madre, que de todos modos la corporación Disney seguramente exprimirá hasta su última gota.