Del tal padre, tal hija
Una adolescente criada en soledad por un ex agente de la CIA sale al mundo a conocer su identidad.
Hanna es una película extraña, rara. En tiempos en que gran parte del cine de Hollywood parece funcionar como una organizada procesadora de escenas y secuencias, la película de Joe Wright se destaca por sus diferencias. Es que el filme del director de Orgullo y prejuicio y Expiación, deseo y pecado parece trabajar a caballo entre dos tradiciones, la del cine de suspenso y la de arte/autor, y lo que le sale es, bueno, Hanna , una película... rara.
La primera escena impacta. En el medio de la nieve, en un paraje desolado, una adolescente (la Hanna del título, Saoirse Ronan) persigue, mata y descuartiza un enorme animal con la frialdad y decisión de una pequeña Terminator. Pronto iremos sabiendo más de ella. Que vive en ese paraje con su padre (Eric Bana), un ex agente de la CIA que desapareció, literalmente, del mapa. Que su padre es su único contacto con el mundo: le enseña a hablar en varios idiomas y la educa y entrena por cuenta propia tanto en la lectura como en, bueno, en lo que ya le vimos hacer...
Pero Hanna ya es adolescente y quiere saber que hay afuera. El padre le explica algo ligado a un botón rojo (que, si lo toca, dará cuenta a sus jefes de su paradero) y le advierte de los peligros de hacerlo, pero tarde o temprano, la manzana hay que morderla. Hanna toca el botón, el padre se fuga y la chica es atrapada por la CIA, comandada por Marissa (Cate Blanchett). De allí Hanna se escapará y otra película comenzará, suerte de Bourne mezclado con Alias/Nikita .
Por un lado, Wright maneja con maestría escenas de suspenso como la que sucede entre una estación de micros y un subte en Berlín (un plano secuencia de más de tres minutos) con Bana escapándose de perseguidores. Y, más tarde, con la propia Hanna peleando con tres matones entre enormes containers. Todo en plan de reencontrarse con su padre y, de paso, saber quién es y cuál es la razón de esa indómita fuerza.
Pero la extrañeza del filme no está ahí: Wright ocupa igual o más tiempo en narrar la fuga de Hanna como si fuera un oscuro cuento de hadas, con situaciones y personajes que parecen salidos de la fantasía (los matones alemanes, de hecho, parecen más bien sacados de El gran Lebowski ) y entrando al territorio de la trama de iniciación. Hanna se hace amiga de una chica de su edad y de su familia de acampantes a través de lo que parece ser el Norte de Africa y el sur de España, lugar en el que Wright se toma el tiempo para mostrar un número de flamenco... íntegro.
Ese choque es lo que hace a Hanna una película extraña, no siempre lograda, pero inquietante. Tiene la capacidad de sorprender y sacar al espectador de la rutina, aunque muchas de esas salidas produzcan un choque entre realismo y fantasía que casi obliga a tomar partido por una u otra parte.
Pocas películas salen airosas de este combo (imagine un Bourne dirigido por Tim Burton y piénselo), pero Wright lo logra. Con grandes momentos y otros discutibles, se las arregla para disfrazar lo simple de la trama y crea un filme que merece verse con atención.