Manual de instrucción para asesina
No debiera ser parámetro equivalente a juicio fílmico, pero el bostezo que se escuchó en la sala durante la proyección de Hanna, promediando noventa minutos, daba cuenta cabal del parecer de este cronista respecto del film. Aburrimiento sí, indiferencia no. Es por ello que la utilización usual de la violencia, el glamour de los organismos de inteligencia, sus entrenamientos militares y torturas institucionalizadas, no por rasgos vistos una y otra vez dejan de molestar poderosamente la atención. Más aún cuando, con el precedente de Kick Ass (2010), pasan a tener en los niños a sus protagonistas y depositarios predilectos.
La apenas adolescente Hanna es entrenada por su padre en medio del frío más gélido: cabaña, fuego, leña, caza de presas. El momento, sabe su padre (Eric Bana), está por llegar, allí cuando Hanna decida asumir la pulsión del detector que hará de ella motivo de persecución y desate una búsqueda asesina imparable sobre su persona, amén de evocar --tanta es la pobreza argumental en Hollywood- la partida del hogar, el vínculo roto con la figura paterna. (Nada diferente, si se lo piensa un poco, respecto de la historia de Nikita, el film de Luc Besson, pero aquí en versión infante).
Allí, entonces (¿y por qué? ¿qué necesidad hay, querida Blanchett?), la dama desalmada y de la CIA (sí, Cate Blanchett) para dar con la niña fugitiva, con el padre de pasado misterioso. La develación de los motivos se emparentarán, eso sí, con tantas historietas leídas como películas malas, tal es --de nuevo- , la pobreza argumental de Hollywood.
La violencia, se decía, aparece como rasgo mayor, a través de esta pequeña niña que parece salida de un video game bestial, capaz de disparar un arma de fuego así como de romper el cuello de su víctima sin la menor dilación. Lo mismo, se apuntaba, ocurría en Kick Ass.
En beneficio de los films, puede decirse, aparece la ironía burlona de esta última, así como los planes secretos de los servicios de inteligencia (responsables verdaderos) en Hanna; pero, eso sí, la violencia no deja de plasmarse desde la fascinación, el montaje intrépido, o la música electrónica (cortesía, aquí, de The Chemical Brothers).
Las alegorías que Hanna intenta suenan forzadas por evidentes, con el nombre Grimm como señuelo de las hadas, o el parque de atracciones como castillo encantado y casa de la bruja. Una gran boca de lobo guarda en sus fauces a la abuelita escondida. Así de obvia, así de pésimamente fácil, es la lectura que propone --otra vez- el cine de Hollywood por estos días.
Y si de ser más elocuente se trata, las peleas son pésimas, de coreografías duras y mucho montaje. Es entonces cuando aparecen las ganas de recurrir al cine oriental y sus géneros revueltos y buenísimos, con la artesanía necesaria como para sentir cada patada como un delirio surreal. ¿Por qué no son éstas las películas que llegan a la cartelera comercial? (¡y que saquen a patadas a estos malos recuerdos de lo que fuera, alguna vez, un gran cine!)