La arbitrariedad como valor positivo
Hanna es casi un ensayo audiovisual, narrativo e incluso moral sobre esa joven ilógica, incivilizada, casi barbárica que es Hanna.
Si uno se pone a desglosar el guión de Hanna, se perciben unas cuantas arbitrariedades. Pero son precisamente esas arbitrariedades las que terminan favoreciendo claramente a la película, en la que se percibe una notoria despreocupación por ciertas reglas de verosimilitud del thriller de espías.
Porque en realidad, Hanna es una extraña mezcla de thriller, drama paterno-filial, historia de autodescubrimiento infantil e incluso road movie. Y en todos sus aspectos está atravesada por el cuerpo como cuestión central, como punto ineludible, en vínculo con otros seres, espacios y tiempos. De ahí los extraños saltos temporales y espaciales; las entradas y salidas de personajes sin explicar demasiado; los abruptos cambios de registro.
La cinta puede permitirse también esto porque trabaja en escala, primero concentrándose en un eje triangular, formado por una niña, su padre y una despiadada villana, para terminar reduciendo ese trío a un individuo. Esa persona es Hanna, y es muy especial: criada en un bosque para ser un arma mortal, se adapta fácilmente al contexto moderno pero sin dejar de ser salvaje en sus modos y comportamientos. Sus acciones carecen de una lógica “civilizada”. Y la historia sigue a esa joven ilógica, incivilizada, casi barbárica, no le importa nada más. Adora a su protagonista, descubre con ella, ama u odia con ella, ataca o se defiende con ella. Hanna es como un ensayo audiovisual, narrativo e incluso moral sobre ella, sobre Hanna.
Aparentemente, la protagonista, Saoirse Ronan, pidió expresamente que estuviera a cargo de la dirección Joe Wright, con quien ya había trabajado en Expiación, deseo y pecado. Y hay que decir que esa unión de talentos vuelve a funcionar magníficamente. Wright, con apenas tres películas –una de ellas, El solista, bastante fallida, hay que admitirlo-, se ha constituido en probablemente el realizador más interesante que ha aportado el cine inglés en la última década, y acá vuelve a hacer gala de su talento: un aprovechamiento y compenetración llamativa con la estupenda banda sonora de The Chemical Brothers; plena concentración en los personajes y la narrativa, sin encasillarse en mensajes superfluos; y una combinación de edición física y acelerada (muy emparentada con la saga Bourne) con estupendos planos secuencias, con una gran pulsión por el espectáculo.
Pero lo de Ronan es realmente especial. Cada rol que le toca, termina dando la impresión de que sólo ella podría haberlo hecho. Y Hanna no es la excepción. La fisicidad que demuestra, lo primarias que parecen sus actitudes, terminan complejizando su personaje. Es, quizás junto con Hailee Steinfeld (Temple de acero), la mejor aparición femenina de los últimos años. Es la cara perfecta para un filme potente, imperfecto, sutil y crudo a la vez, al que no le importa nada y apuesta a todo.
Es que Hanna no es una película adolescente (en el sentido de que adolece de elementos que compongan su identidad). Es en realidad joven, casi en construcción, con una seguridad que roza la soberbia, pero que también le permite plantarse con la cabeza erguida frente al mundo.