La mujer que fuma
Se pueden esperar varias cosas de una cineasta alemana consagrada. Es dable esperar, por ejemplo, el monólogo acerca de un duelo que no se termina de realizar, de la necesidad imperiosa del duelo, siempre como parte ineludible de una especie de restauración, de una actitud del tipo “somos nosotros. Nos reconocemos”, en la que la historia de la Alemania del siglo veinte guarda siempre, como un secreto que las buenas familias se cuidan con celo de evitar que salga a la luz, las cenizas tibias del trauma que se esparcen y tiñen las formas que adquieren las relaciones de poder en su país de allí en adelante. Es decir, más o menos una lección de catequesis bajo la forma de cierta retórica de la disculpa en primera persona y de la expiación. Tampoco tendría por qué extrañarnos si Von Trotta (de ella se trata) se dedicara hacer la clasificación de las taras de la reunificación alemana, con sus coletazos impenitentes de decepción, de rabia, de una angustia lista para ser filmada, inventariada, puesta a punto como poética del desencanto. Si hay una materia que no se saltó el cine alemán de los años setentas hasta nuestros días es precisamente el del “problema alemán” en cualquiera de sus manifestaciones. De modo que Von Trotta podría hallarse perfectamente cómoda en cualquiera de esas áreas ya conocidas, mostrando el peso en los hombros de los ciudadanos alemanes, su andar agobiado, no por que tengan vocación de mártires sino porque heredan forzosamente, para lucir en la imagen, todo la carga de un mandato cinematográfico que viene añadido como parte del kit: el del cineasta alemán como sujeto políticamente acomplejado.
De todo eso la directora hace poco y nada. Hannah Arendt no es tampoco una biografía de la filósofa judía alemana sino un relato del episodio en el cual la mujer escribe, a principios de la década del sesenta, una serie de artículos por encargo para la revista New Yorker acerca del enjuiciamiento de Eichmann. Hannah viaja a Jerusalén, asiste al juicio en directo en una sala rodeada de periodistas frente a un aparato de televisión y descubre con azoramiento, en sus propias palabras, que Eichmann “no es nadie”. No es un convencido adherente al Partido, no es un creyente del Tercer Reich, no es un seguidor particularmente insistente de Hitler. Casi ni siquiera es un patriota. Es nadie: es solo un técnico, un burócrata, una insignificancia en la cadena de mandos, un hombre pequeño perdido en un laberinto. De allí en adelante, entonces, el escándalo: hay un “caso Arendt” del mismo modo que hubo un “caso Eichmann”, uno derivado del otro, como una mala comedia de equívocos, en la que la filósofa fue defendida públicamente con fervor por la figura más sobresaliente de su círculo, la escritora Mary McCarthy.
Aunque el peligro estaba latente, Von Trotta se cuida bastante bien de hacer un relevo de citas, o de acudir a un dispensario de ideas precocidas con el propósito de subrayar aquello que ya está más y mejor explicado en el libro de Arendt Eichmann en Jerusalém; es decir, no viene con el propósito de ilustrar una zona archisabida de la filosofía política. La directora no deja en cierto modo de ser didáctica –esa palabra maldita– , porque la legibilidad espartana de la película la habilita a ello (y hace bien). Pero su asunto en todo momento parece ser otro: una de las cosas impresionantes que ocurren con Hannah Arendt es que nada nos prepara para ser testigos de los pequeños gestos de intimidad que Von Trotta hace jugar en los intersticios de las escenas de su película. Como esa en la que después de una charla de sobremesa en su departamento neoyorkino, en la que justamente se discute la captura de Eichmann y los preparativos que anuncian los diarios de su juicio en Jerusalém, Hannah recibe una palmada llena de cariño en el culo por parte de su marido, un alemán que parece un oso de Baviera, inclinado a la buena comida y al bueno vino. Es gracias a momentos semejantes que Von Trotta encuentra el núcleo de un lirismo secreto, casi imperceptible, cuya fuerza se derrama hacia el resto de la película y parece temblar en cada plano. La directora inventa el tono de la espera. Y ese tono, lógicamente, discurre en el ámbito de la cotidianeidad. Las repercusiones de sus artículos entre sus amigos de Israel, de los editores de la revista, de los lectores, de sus colegas universitarios: hay toda una zona de Hannah Arendt que propone una forma de suspenso mínimo pero implacable, fraguado en esos instantes de inquietud que surge naturalmente del tiempo de la espera. Von Trotta maniobra con mucha solvencia en la progresión ínfima del relato, la lucidez del retrato de intimidad y los puntos cruciales (los higlights, escasos, por suerte), un poco obligados por el marco histórico. Cuando se entusiasma y les da preponderancia a estos últimos, como en el discurso en el que Hannah defiende su teoría frente a catedráticos y alumnos –escena que no deja de conmover, eso sí– , la película se acerca a los momentos de verdad absoluta mediada sentimentalmente, tan propios de Hollywood, y pierde un poco de consistencia, porque la fórmula “instrucción cívica más emoción” siempre consiguió amalgamarse mejor y adquirió una mayor fluidez y sentido orgánico en manos de los norteamericanos que de los europeos. Cuando Von Trotta pone el pie en el freno, en cambio, gana mucho en términos de extrañeza y allí nos damos cuenta, de pronto, de que no sabemos del todo qué estamos viendo.
Para los ansiosos, Hannah Arendt ofrece muy pocas respuestas, o no las da todas juntas y entonces ya es tarde para contentarlos. Cuando la película falla como pieza de discusión extravagante y se dedica a exponer sin miramientos, pero también sin pretensión alguna de exhaustividad, a una filósofa de entre casa, una mujer que fuma como una chimenea mientras mira el río desde su ventanita en Manhattan, que duerme la siesta cuando debería estar escribiendo, que acumula excusas y diseña cómicas estratagemas para distraer a sus empleadores y justificar la tardanza en la entrega de las notas prometidas; cuando ocurre todo eso, en fin, podemos estar seguros de que Von Trotta desechó el papel de divulgadora para hacer el retrato de aquello que solo parece alcanzar una dimensión genuina a través de un repertorio de gestos. La directora podría haber hecho una película pedagógica, pesada, incluso monumental. En lugar de eso entrega una reseña de formas de mirar, de formas de andar, de hablar casi siempre en susurros: ahora, la mujer que se arrojó a un abismo arriesgándolo todo, pertrechada únicamente con las dosis indispensables de vanidad y el calor fungible de sus propias convicciones, sigue siendo un misterio pero recuperó, acaso para siempre (gracias a Von Trotta y a la increíble Barbara Sukowa: los huesos duros de su cara), el aspecto humano.