La otra mujer
Esta nueva, no la última, realización de la directora alemana Margarethe von Trotta choca “a priori” con una gran dificultad, cómo poner en suspensión, extraer la idea y poder mostrarla cuando se trata de tener un acercamiento al pensamiento de uno de los más importantes filósofos políticos del siglo XX.
Por cuestión de principios se podría suponer que la responsable de obras como “Las Hermanas Alemanas” (1981), por la que gano el León de Oro en el festival de Venecia de ese año, o “Rosa de Luxemburgo” (1986), no intenta construir una biopic clásica de un personaje tan complejo como lo fue Hannah Arendt, sólo se suscribe a representar el tiempo en que su “heroína” hace frente y desarrolla uno de sus textos más conocidos, “Eichmann en Jerusalem, un informe sobre la banalidad del mal”.
El enfoque sólo centra su acción en esos años a principios de la década de 1960. Comienza cuando ella le solicita al editor del “The New Yorker”, revista emblemática de la intelectualidad yankee de la época, cubrir el juicio que se realizará en Israel contra el criminal nazi Adolf Eichmann, secuestrado en la Argentina por fuerzas israelíes, en 1961.
En este punto es que el filme, desde una estética y estructura narrativa clásica, produce una dicotomía con lo relatado, pues el pulso, la elección del qué y el cómo contar, es lo que termina enriqueciendo el material fílmico, y cabe decir que gran parte de su valía se sustenta en la formidable interpretación de la actriz, también alemana, Bárbara Sukowa, quien sabe darle carnadura a un personaje por demás ininteligible, en su acepción más abarcativa del termino, desde las vivencias afectivas por las que circulo, como alumna y amante de Martín Heidegger, hasta su lucha por sostener y explicar su, hasta hoy en día, mal interpretado texto, producto de su estadía en Jerusalem durante el juicio. Lucha que derivo en la producción de otros escritos de igual importancia como “Eichmann y el holocausto” o “Responsabilidad y Juicio”.
El texto fílmico, desde una perspectiva menos didáctica y más dramática, hace anclaje en el enfrentamiento que tuvo que soportar no sólo con la comunidad judía de Nueva York, pues no fue bien recibida la denuncia que ella hace sobre el colaboracionismo con el régimen imperante en Alemania que hubo de parte de los Judenrat, los consejos judíos, creados por los nazis, para que los propios habitantes de los guetos se controlaran entre ellos, creando la policía judía, o nombrando a los capo dentro de los campos de concentración, que eran doce personas consideradas influyentes para los otros.
¿Quién podría colocarse hoy en día, desde la comodidad de un sillón de un living, a juzgarlos?
El texto mal interpretado, en algunos casos hasta el día de hoy, era entenderlo como una defensa del criminal nazi, cuando en realidad es una llamada de atención hacia el resto de la humanidad que colocaba como “monstruo” a Eichman, y que Hannah Arendt lo categorizaba como un burócrata con poder, un ser insignificante, mediocre, parte de lo humano, no era un monstruo, o peor lo monstruoso no dejar, como demuestra la misma existencia de seres de esa calaña, como parte de lo humano, y esto se hace intolerante.
Algo así como advertir que si lo despegamos de nosotros mismos ese “el asesino que esta entre nosotros” podría volver a emerger, de hecho hay más de un caso hoy en día alrededor de la urbe que podría ser un fiel reflejo de la advertencia.
Pero varias son las cualidades que unen a la directora con su personaje y que no es para desmerecer: ambas alemanas, una, la pensadora, exiliada forzosa por su condición de judía, la otra, nacida en Berlín en plena Segunda Guerra Mundial.
Una pudo y lo hizo, la otra, igualmente mujer, se vehiculiza con al primera para decir lo suyo; una, sufrió no sólo el ataque sino un nuevo aislamiento de los que hasta ese momento eran sus afectos cercanos, su núcleo cotidiano de convivencia, tanto en el ámbito universitario, donde impartía clases, sino asimismo en el grupo de intelectuales de Nueva York. La otra, se sigue mostrando como una luchadora de los derechos civiles en general, y de la mujer en particular.
La otra que nos muestra a la una que sólo encontraría reposo en los brazos de quien fuera su marido, Heinrich Blücher, muy bien interpretado por Axel Milberg, momentos en suspenso, detención de lo narrado con el único fin de acrecentar la importancia del ocio del personaje, es que la directora asimismo utiliza el recurso del flashbacks para adentrarnos en la memoria en Hannah, y su relación amorosa con quien fuera su profesor a finales de la década de 1920, produciendo otra dicotomía donde no parece existir.
Lo que hace sustentar esta estrategia narrativa es la intención clara de Margarethe von Trotta de no clausurar a su personaje, dejar que fluya desde el pensamiento, y ese arbitrio posibilita al espectador tener un acercamiento menos manipulado.
A la ya mencionada actuación de Bárbara Sukowa, se le debe sumar el diseño de montaje con un respeto por marcar bien los tiempos internos, muy diferentes a los de interacción con los otros; la increíble recreación de época, desde el vestuario, la escenografía; la fotografía en tonos pasteles; el sonido dando soporte al clima imperante en la imagen.
Una pregunta para el final: ¿Habrá sido casual o un homenaje para Hannah, que el personaje Marion Post, interpretado por Gena Rowlands en el filme de Woody Allen, sea una profesora de filosofía?