George Miller es un genio. Quizás no lo sepa, o su nombre así nomás no le diga nada, aunque seguramente vio alguna de las tres Mad Max, “Las Brujas de Eastwick”, “Un milagro para Lorenzo”, la increíble “Babe 2” o “Happy Feet”, todos films al mismo tiempo fantásticos, irónicos, agridulces y épicos. Todos extraños cuentos de hadas cuyo fondo es siempre humanista. Miller usa la fantasía para especular sobre el mundo, y aunque hay siempre violencias y tristezas, no falta la alegría del espectáculo. Esa combinatoria es la que hace de la filmografía de este australiano extraño una especie de joya a descubrir desde otro lado. Esta segunda “Happy Feet”, que utiliza la música con la misma maestría de la primera, tiene el lastre de un mensaje ecológico demasiado evidente, algo que en la primera –si bien explícito– quedaba un poco más relegado por la comedia alrededor del pingüino que no cantaba pero sí bailaba. Pero como Miller es inteligente, sabe que el espectáculo y su forma son todo en este caso. Así, el uso del 3D nos sumerge directamente tanto en el ambiente de los personajes como en sus emociones de un modo transparente e inmediato. Aquí hay un nuevo conflicto entre padres e hijos (la historia gira alrededor del retoño de Mumble, que no quiere bailar ni le interesa) mientras el mundo se torna cada vez más caótico. En ese núcleo temático es que la película encuentra su mejor forma e invita a pensar el propio universo en el que vivimos. Por supuesto que la animación es perfecta, lo que nos lleva a no pensar en ella y a conmovernos con los personajes. De eso se trata el cine.